jueves, 5 de marzo de 2015

Ciudad Fritanga: crónicas de ciudades chilenas




Más de una treintena de escritores narran ciudades no metropolitanas del país, como Ancud, Quillota y Calama. Son crónicas que surgen en su mayoría desde la memoria, y en las cuales abundan los sentimientos de añoranza y también de frustración. Jorge Baradit, Lina Meruane, Leonardo Sanhueza y Claudia Apablaza son algunos de los narradores de esta publicación.
Por Germán Gautier.
Son 34 autores escribiendo breves crónicas sobre 34 ciudades de Chile, desde Arica a Puerto Williams. Ninguna de ellas podría denominarse metrópolis, aun cuando su incongruente planificación hacia allí apunte. Por el contrario, son ciudades intermedias, agrópolis, ciudades a medio camino entre lo urbano y lo rural. Ciudades difícil de clasificar y difícil de entender.
Ciudades todas que despiertan desde el presente sentimientos de frustración y desde el pasado la más profunda añoranza y cariño. La mayoría de los escritores seleccionados no habitan las ciudades que describen, tampoco son hijos ilustres, pero sí tienen una voz literaria para referirse a ellas.
Ciudad Fritanga es el primer libro de la Editorial Bifurcaciones, que desde la revista homónima  viene reflexionando hace diez años sobre la vida urbana contemporánea. Ricardo Greene, sociólogo e investigador audiovisual, es el editor de esta publicación. La Ciudad Fritanga, dice en la introducción, es ese “lugar donde la vida social no transcurre tanto en las calles sino es espacios domésticos o semi-públicos, como iglesias, clubes deportivos o sedes vecinales; donde los fines de semana no hay mucho que hacer más que organizar un asado familiar o escapar rápido a la naturaleza”.
El mapeo de las ciudades fritanga pone en evidencia la invisibilidad institucional y administrativa de las provincias. Anclado en un centralismo agobiante, muchas de estas urbes muestran sus dotes durante este período estival por sus cualidades paisajísticas, que valen de atracción para el congestionado centro metropolitano. Por eso, estas crónicas afinan su acústica al mostrar honestamente un relato subjetivo que entrega autonomía y un imaginario particular al lugar.
El mapa fritanga
La selección de los cronistas es tan diversa como las mismas ciudades de las cuales escriben. Encontramos consagradas escritoras, poetas, jóvenes narradores, escritores de medio tiempo, historiadores, cineastas, ensayistas. Como norma común, los textos no sobrepasan las tres hojas y eso produce un irrefrenable gusto a poco. En contrapartida, la edición del libro gana puntos con la selección de seis fotógrafos que documentan visualmente algunas ciudades fritangas del país.
Claudia Apablaza (autora de Goo y el amor, Todos piensan que soy un faquir) narra en “El olor de Angostura” sus memorias de infancia en aquel pueblo intermedio entre Santiago y Rancagua. El olor proviene del criadero de cerdos ubicado en el campo de las niñas NM. “Les robábamos la comida a los cerdos. Prefería eso a las lentejas”. Son las memorias que llegan como dictadas de un sueño, de ahí la similitud con un largo poema o, quizás,  con el guión de una película filmada en Super 8.
El escritor Rolando Martínez (Chicha mundial, Salmo a la chicha) cuenta en un formato diario de vida las vicisitudes de un empleado minero de un turno 7×7, en la ciudad de Tocopilla. El sol, la religiosidad al borde de la carretera, la empresa termoeléctrica, el viento, la basura, la fatiga, el rostro de Alexis Sánchez en un graffiti, la cerveza, la inmigrante dominicana, los titulares de la prensa. Las imágenes van apareciendo tras los vidrios del bus. “Aun así, en el instante preciso en que abandone la tarea de escribir estas palabras, ya habrán caído 48 toneladas de óxidos de nitrógeno sobre la ciudad”.
Uno de los mejores relatos de Ciudad Fritanga es el de Jorge Baradit (Policía del karma, Lluscuma), ambientado en la ciudad-puerto de Quintero. Tal vez el único texto que alcanza el tono de cuento, con la historia de un inmigrante palestino que trabaja de sol a sol tras la caja de un almacén y ve cómo su descendencia y él mismo se asfixian en una ciudad sin futuro.
Daniel Villalobos (El sur) escribe sobre Lautaro. Pero su crónica no habla de chimeneas, ni rieles, ni poetas láricos. El suyo es un relato rápido y penetrante, como una cuchillada, sobre un tipo que yace boca abajo frente a un paradero en la carretera. Desde el bus, en un minuto, mientras el carabinero en moto da el paso, surge una ola de memoria que termina en el terror por volver a la ciudad de la cual una vez se marchó.
Los cambios y transformaciones de Ancud son contados por Rosabetty Muñoz (El nombre de ninguna, Polvo de huesos). La poetisa habla de las marcas de una ciudad que no tiene pretensiones de ciudad mayor, donde el tiempo transcurre circularmente, mientras las horas se dejan pasar conversando en la plaza o en un café. La misma escena que incomoda a los jóvenes ultraconectados, que avizoran un futuro arriba de un colectivo o esperando el turno para entrar a la pesquera.
Lina Meruane (Fruta podrida, Sangre en el ojo) vuelve a San Felipe. El largo y complejo viaje de la memoria tiene como objetivo visitar la ciudad de provincia, que le rinde homenaje a su abuelo, un antiguo comerciante textil palestino. Volver es intoxicarse de pasado y estirar las imágenes arrugadas para constatar que las letras blancas y mayúsculas de Salvador Meruane contrastan en un letrero negro a la entrada de un pasaje de una población desierta.
Como advertencia, hay crónicas que se quedan en el estereotipo, en el lugar común y no logran desarrollar una idea original. Es el caso de Romina Reyes(Reinos) con su texto sobre Calama. Cada frase suena artificiosa, muy lejos de una experiencia personal, y situada más bien por los canales estándar del eslogan, Wikipedia o Google Street View. Número puesto en los ránkings de las ciudades menos agraciadas del país, no hay razón para darle en el suelo a Calama. Menos con una prosa tan pobre.
Quien sí logra dar en clavo con una prosa vivencial es el escritor y editor Daniel Rojas Pachas (Cristo Barroco, Tea Party), quien dialoga con Arica. La alegoría que hace del Shopping Center del Pacífico es certera para ilustrar el centralismo del ariqueño, sus cualidades chauvinistas y su tendencia al auto abandono.
Graciosísima es la crónica del poeta Juan Carreño (Compro fierro, Bomba bencina) sobre el grupo Los Inútiles de la ciudad de Rancagua. Fundado en 1974 con el fin de promover la cultura, el deporte y la salud social, este grupo de militares creará talleres de poesía para alabar las cualidades del caballo chileno, la revista Actitud Ranagüina –infaltable en todos los salones de belleza-, y un meritorio trabajo audiovisual llamado Salida del Sol en la Cordillera de los Andes.
El poeta Leonardo Sanhueza (El hijo del presidente, Tres bóvedas) escribe a partir de los recuerdos de infancia, cuando su abuelo lo llevaba a ver los partidos de Green Cross al estadio Germán Becker. “Un hincha del trágico, glorioso y siempre elegante Grigrí”. El inexorable paso del tiempo hasta el día en que llegó por primera vez solo, sin su abuelo fallecido por un cáncer.
Ricardo Greene ha hecho un buen trabajo de edición seleccionando a una diversidad de autores, que desde su ojo personal dan cuenta de modas, circuitos, formas de ser y ritmos de vida. Un libro que logra englobar a las provincias y termina por despejar una terrible verdad: que la igualdad aparente entre unas y otras se remite a una creciente desigualdad. Por mientras, el aceite sigue chirriando a la espera de la sopaipilla, el churro o las papas fritas.

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