jueves, 18 de febrero de 2010

Editar la vida de Javier Fresán

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Algunas partes interesantes del artículo: Editar la vida de Javier Fresán

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A nuestros editores, sin embargo, las clases de literatura causarían un efecto más bien contrario al de estas lecturas tempranas, dado que: “Los métodos pedagógicos eran abominables, los textos escolares inmundos y el plan de estudios medioeval. [...] Porque no se trataba de textos literarios, que nunca vio nadie, sino por su cuenta, a sus riesgos, y en su casa, sino solamente de listas de títulos, resúmenes de argumentos y circunstanciadas biografías de autores, de los centenares de autores, hasta los más oscuros y mediocres de todos los tiempos, que conservan las risibles tradiciones antológicas” (p. 130).


También Delibes, Neruda, Vargas Llosa, Pere Gimferrer o Carmen Martín Gaite recorren Confesiones de una editora poco mentirosa en calidad de amigos. Desde su experiencia, Tusquets llega a decir que ser editor no consiste, como podríamos pensar, en el dominio de las técnicas de la impresión, la encuadernación y la distribución, sino en elegir, conseguir y apostar por los escritores que le gustan para ir formando poco a poco "una mera carpetita llena de contratos de derechos de autor" (p. 31).


“Casi todas las palabras relacionadas con el sexo estaban prohibidas (polla, coño, joder, orgasmo, clítoris eran sistemáticamente eliminadas, pero me llamaba la atención que no colara tampoco ni en una sola ocasión algo tan inocente como pezones). De modo que, si el protagonista tenía una erección, quedaba en que la deseaba apasionadamente; si la penetraba, en la estrechaba con fuerza entre sus brazos; si le lamía el sexo o le chupaba los nefandos pezones, podías arriesgarte a le acari-
ciaba la espalda o, como mucho, los senos. Todo descafeinado y en clave de novela rosa” (p. 66).

Son muchas las anécdotas relativas a rechazos e insistencias que pueden traerse ahora a colación. El propio Muchnik, en la crítica de Confesiones a una editora poco mentirosa, cuenta cómo quince años después de haber rechazado un texto mamotrético, su autor le llamó para comunicarle que ya había concluido la poda que necesitaba. Cuenta que Barral rechazó Cien años de soledad, y Gide À la recherche de le temps perdu, aunque su excusa es que no la había leído, y un texto de esas dimensiones asusta a cualquier editor. Algo similar le ocurriría a Sánchez Dragó, que tuvo que recorrerse muchas editoriales con los más de mil folios de Gárgoris y Habidis a la espalda —en el prólogo a la edición definitiva cuenta cómo el duque de Alba le preguntó si se trataba de una "obra catedral" o podían quitarse cosas—, hasta dar con Jesús Munárriz, que se los publicó en
Hiperión. Pero, como ha dicho el editor francés Oliver Cohen, y recuerda a menudo Herralde en sus Opiniones mohicanas: "un editor no debe ser juzgado por los buenos libros no editados sino por los malos que publicó".


Un editor cultural es del todo ajeno al modus operandi de los holdings editoriales, porque entiende, quizá víctima de un optimismo ingenuo, que: “Fabricar libros no es para nadie, o para casi nadie, lo mismo que fabricar otro producto cualquiera. [...] Para mí siempre fue importante mantener una relación personal con cada uno de los títulos que publicaba” (Confesiones de una editora poco mentirosa, p. 11).

El pequeño editor abomina de los principios que rigen estos grandes grupos de empresas, es decir, de la sinergia (acción combinada de dos o más causas cuyo efecto es superior a la suma de los efectos individuales) y de los argumentos de venta (posibles adaptaciones cinematográficas, apariciones en televisión, temas de vivísima actualidad, escándalos públicos relacionados con gente famosa, etc.), de los que, por supuesto, la calidad literaria o el placer intrínseco a toda lectura de un buen libro están totalmente excluidos. Por eso, es realmente significativo el relato de la venganza de Tusquets en una de esas reuniones de ejecutivos a las que tuvo que empezar a asistir después de que Random House Mondadori comprase Lumen: “Y en uno de esos gestos aparentemente inútiles, pero que justifican seguir vivo y adelante, ninguno de los cuatro habló de argumentos de venta, ninguno habló de televisión ni de cine ni de personajes y temas mediáticos: durante casi una hora, y sin que seguramente nos escuchara nadie, hablamos solamente de libros y de literatura” (p. 195).

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