lunes, 4 de enero de 2010

ROBERTO BOLAÑO (FRAGMENTO DE TRES) UN PASEO POR LA LITERATURA



ROBERTO BOLAÑO (FRAGMENTO DE TRES) UN PASEO POR LA LITERATURA para Rodrigo Pinto y Andrés Neuman



1. Soñé que Georges Perec tenía tres años y visita-
ba mi casa. Lo abrazaba, lo besaba, le decía que era
un niño precioso.



2. A medio hacer quedamos, padre, ni cocidos ni
crudos, perdidos en la grandeza de este basural in-
terminable, errando y equivocándonos, matando y
pidiendo perdón, maniacos depresivos en tu sueño,
padre, tu sueño que no tenía límites y que hemos
desentrañado mil veces y luego mil veces más, como
detectives latinoamericanos perdidos en un laberin-
to de cristal y barro, viajando bajo la lluvia, viendo
películas donde aparecían viejos que gritaban ¡tor-
nado! ¡tornado!, mirando las cosas por última vez,
pero sin verlas, como espectros, como ranas en el
fondo de un pozo, padre, perdidos en la miseria de
tu sueño utópico, perdidos en la variedad de tus vo-
ces y de tus abismos, maniacos depresivos en la ina-
barcable sala del Infierno donde se cocina tu Hu-
mor.



3. A medio hacer, ni crudos ni cocidos, bipolares
capaces de cabalgar el huracán.



4. En estas desolaciones, padre, donde de tu risa
sólo quedaban restos arqueológicos.




5. Nosotros, los nec spes nec metus.



6. Y alguien dijo:
Hermana de nuestra memoria feroz,

sobre el valor es mejor no hablar.

Quien pudo vencer el miedo

se hizo valiente para siempre.

Bailemos, pues, mientras pasa la noche

como una gigantesca caja de zapatos

por encima del acantilado y la terraza,

en un pliegue de la realidad, de lo posible,

en donde la amabilidad no es una excepción.

Bailemos en el reflejo incierto

de los detectives latinoamericanos,

un charco de lluvia donde se reflejan nuestros rostros

cada diez años.

Después llegó el sueño.




7. Soñé entonces que visitaba la mansión de Alonso
de Ercilla. Yo tenía sesenta años y estaba despeda-
zado por la enfermedad (literalmente me caía a pe-
dazos). Ercilla tenía unos noventa y agonizaba en
una enorme cama con dosel. El viejo me miraba des-
deñoso y después me pedía un vaso de aguardiente.
Yo buscaba y rebuscaba el aguardiente pero sólo
encontraba aperos de montar.



8. Soñé que iba caminando por el Paseo Marítimo
de Nueva York y veía a lo lejos la figura de Manuel
Puig. Llevaba una camisa celeste y unos pantalones
de lona ligera, azul claro o azul oscuro, depende.



9. Soñé que Macedonio Fernández aparecía en el
cielo de Nueva York en forma de nube: una nube sin
nariz ni orejas, pero con ojos y boca.



10. Soñé que estaba en un camino de África que de
pronto se transformaba en un camino de México.
Sentado en un farellón, Efraín Huerta jugaba a los
dados con los poetas mendicantes del DF.


11. Soñé que en un cementerio olvidado de África
encontraba la tumba de un amigo cuyo rostro ya no
podía recordar.




12. Soñé que una tarde golpeaban la puerta de mi
casa. Estaba nevando. Yo no tenía estufa ni dinero.
Creo que hasta la luz me iban a cortar. ¿Y quién es-
taba al otro lado de la puerta? Enrique Lihn con
una botella de vino, un paquete de comida y un che-
que de la Universidad Desconocida.



13. Soñé que leía a Stendhal en la Estación Nuclear
de Civitavecchia: una sombra se deslizaba por la ce-
rámica de los reactores. Es el fantasma de Stendhal
decía un joven con botas y desnudo de cintura para
arriba. ¿Y tú quién eres?, le pregunté. Soy el yonqui
de la cerámica, el húsar de la cerámica y de la mier-
da, dijo.


14. Soñé que estaba soñando, habíamos perdido la
revolución antes de hacerla y decidía volver a casa. Al
intentar meterme en la cama encontraba a De Quin-
cey durmiendo. Despierte, don Tomás, le decía, ya
va a amanecer, tiene que irse. (Como si De Quincey
fuera un vampiro.) Pero nadie me escuchaba y volvía
a salir a las calles oscuras de México DF.



15. Soñé que veía nacer y morir a Aloysius Bertrand
el mismo día, casi sin intervalo de tiempo, como si
los dos viviéramos dentro de un calendario de pie-
dra perdido en el espacio.



16. Soñé que era un detective viejo y enfermo. Tan
enfermo que literalmente me caía a pedazos. Iba tras
las huellas de Gui Rosey. Caminaba por los barrios
de un puerto que podía ser Marsella o no. Un viejo
chino afable me conducía finalmente a un sótano.
Esto es lo que queda de Rosey, decía. Un pequeño
montón de cenizas. Tal como está, podría ser Li Po,
le contestaba.



17. Soñé que era un detective viejo y enfermo y que
buscaba gente perdida hace tiempo. A veces me mi-
raba casualmente en un espejo y reconocía a Rober-
to Bolaño.



18. Soñé que Archibald McLeish lloraba—apenas
tres lágrimas—en la terraza de un restaurante de
Cape Code. Era más de medianoche y pese a que yo
no sabía cómo volver terminábamos bebiendo y
brindando por el Indómito Nuevo Mundo.




19. Soñé con los Fiambres y las Playas Olvidadas.




20. Soñé que el cadáver volvía a la Tierra Prometida
montado en una Legión de Toros Mecánicos.



21. Soñé que tenía catorce años y que era el último
ser humano del Hemisferio Sur que leía a los her-
manos Goncourt.



22. Soñé que encontraba a Gabriela Mistral en una
aldea africana. Había adelgazado un poco y adqui-
rido la costumbre de dormir sentada en el suelo con
la cabeza sobre las rodillas. Hasta los mosquitos pa-
recían conocerla.


23. Soñé que volvía de África en un autobús lleno de
animales muertos. En una frontera cualquiera apa-
recía un veterinario sin rostro. Su cara era como un
gas, pero yo sabía quién era.



24. Soñé que Philip K. Dick paseaba por la Estación
Nuclear de Civitavecchia.



25. Soñé que Arquíloco atravesaba un desierto de
huesos humanos. Se daba ánimos a sí mismo: «Va-
mos, Arquíloco, no desfallezcas, adelante, adelan-
te.»



26. Soñé que tenía quince años y que iba a la casa de
Nicanor Parra a despedirme. Lo encontraba de pie,
apoyado en una pared negra. ¿Adonde vas, Bolaño?,
decía. Lejos del Hemisferio Sur, le contestaba.



27. Soñé que tenía quince años y que, en efecto, me
marchaba del Hemisferio Sur. Al meter en mi mo-
chila el único libro que tenía (Trilce, de Vallejo),
éste se quemaba. Eran las siete de la tarde y yo arro-
jaba mi mochila chamuscada por la ventana.



28. Soñé que tenía dieciséis y que Martín Adán me
daba clases de piano. Los dedos del viejo, largos
como los del Fantástico Hombre de Goma, se hun-
dían en el suelo y tecleaban sobre una cadena de
volcanes subterráneos.



29. Soñé que traducía a Virgilio con una piedra. Yo
estaba desnudo sobre una gran losa de basalto y el
sol, como decían los pilotos de caza, flotaba peli-
grosamente a las 5.



30. Soñé que estaba muriéndome en un patio africa-
no y que un poeta llamado Paulin Joachim me habla-
ba en francés (sólo entendía fragmentos como «el
consuelo», «el tiempo», «los años que vendrán»)
mientras un mono ahorcado se balanceaba de la
rama de un árbol.



31. Soñé que la Tierra se acababa. Y que el único ser
humano que contemplaba el final era Franz Kafka.
En el cielo los Titanes luchaban a muerte. Desde un
asiento de hierro forjado del parque de Nueva York
Kafka veía arder el mundo.



32. Soñé que estaba soñando y que volvía a mi casa
demasiado tarde. En mi cama encontraba a Mario de
Sá-Carneiro durmiendo con mi primer amor. Al des-
taparlos descubría que estaban muertos y mordién-
dome los labios hasta hacerme sangre volvía a los
caminos vecinales.


33. Soñé que Anacreonte construía su castillo en la
cima de una colina pelada y luego lo destruía.



34. Soñé que era un detective latinoamericano muy
viejo. Vivía en Nueva York y Mark Twain me con-
trataba para salvarle la vida a alguien que no tenía
rostro. Va a ser un caso condenadamente difícil, se-
ñor Twain, le decía.



35. Soñé que me enamoraba de Alice Sheldon. Ella
no me quería. Así que intentaba hacerme matar en
tres continentes. Pasaban los años. Por fin, cuando
ya era muy viejo, ella aparecía por el otro extremo
del Paseo Marítimo de Nueva York y mediante se-
ñas (como las que hacían en los portaaviones para
que los pilotos aterrizaran) me decía que siempre
me había querido.


36. Soñé que hacía un 69 con Anais Nin sobre una
enorme losa de basalto.



37. Soñé que follaba con Carson McCullers en una
habitación en penumbras en la primavera de 1981.
Y los dos nos sentíamos irracionalmente felices.



38. Soñé que volvía a mi viejo Liceo y que Alphonse
Daudet era mi profesor de francés. Algo impercepti-
ble nos indicaba que estábamos soñando. Daudet mi-
raba a cada rato por la ventana y fumaba la pipa de
Tartarín.


39. Soñé que me quedaba dormido mientras mis com-
pañeros de Liceo intentaban liberar a Robert Desnos
del campo de concentración de Terezin. Cuando des-
pertaba una voz me ordenaba que me pusiera en mo-
vimiento. Rápido, Bolaño, rápido, no hay tiempo que
perder. Al llegar sólo encontraba a un viejo detective
escarbando en las ruinas humeantes del asalto.


40. Soñé que una tormenta de números fantasmales
era lo único que quedaba de los seres humanos tres
mil millones de años después de que la Tierra hu-
biera dejado de existir.


41. Soñé que estaba soñando y que en los túneles de
los sueños encontraba el sueño de Roque Dalton: el
sueño de los valientes que murieron por una quime-
ra de mierda.



42. Soñé que tenía dieciocho años y que veía a mi
mejor amigo de entonces, que también tenía diecio-
cho, haciendo el amor con Walt Whitman. Lo hacían
en un sillón, contemplando el atardecer borrascoso
de Civitavecchia.


43. Soñé que estaba preso y que Boecio era mi com-
pañero de celda. Mira, Bolaño, decía extendiendo la
mano y la pluma en la semioscuridad: ¡no tiemblan!,
¡no tiemblan! (Después de un rato, añadía con voz
tranquila: pero temblarán cuando reconozcan al ca-
brón de Teodorico.)


44. Soñé que traducía al Marqués de Sade a golpes
de hacha. Me había vuelto loco y vivía en un bos-
que.



45. Soñé que Pascal hablaba del miedo con palabras
cristalinas en una taberna de Civitavecchia: «Los mi-
lagros no sirven para convertir, sino para condenar»,
decía.



46. Soñé que era un viejo detective latinoamericano
y que una Fundación misteriosa me encargaba en-
contrar las actas de defunción de los Sudacas Vola-
dores. Viajaba por todo el mundo: hospitales, cam-
pos de batalla, pulquerías, escuelas abandonadas.




47. Soñé que Baudelaire hacía el amor con una som-
bra en una habitación donde se había cometido un
crimen. Pero a Baudelaire no le importaba. Siempre
es lo mismo, decía.



48. Soñé que una adolescente de dieciséis años en-
traba en el túnel de los sueños y nos despertaba con
dos tipos de vara. La niña vivía en un manicomio y
poco a poco se iba volviendo más loca.



49. Soñé que en las diligencias que entraban y salían
de Civitavecchia veía el rostro de Marcel Schwob.
La visión era fugaz. Un rostro casi translúcido, con
los ojos cansados, apretado de felicidad y de dolor.



50. Soñé que después de la tormenta un escritor
ruso y también sus amigos franceses optaban por la
felicidad. Sin preguntar ni pedir nada. Como quien
se derrumba sin sentido sobre su alfombra favorita.



51. Soñé que los soñadores habían ido a la guerra
florida. Nadie había regresado. En los tablones de
cuarteles olvidados en las montañas alcancé a leer
algunos nombres. Desde un lugar remoto una voz
transmitía una y otra vez las consignas por las que
ellos se habían condenado.



52. Soñé que el viento movía el letrero gastado de
una taberna. En el interior James Mathew Barrie ju-
gaba a los dados con cinco caballeros amenazantes.



53. Soñé que volvía a los caminos, pero esta vez ya
no tenía quince años sino más de cuarenta. Sólo po-
seía un libro, que llevaba en mi pequeña mochila.
De pronto, mientras iba caminando, el libro comen-
zaba a arder. Amanecía y casi no pasaban coches.
Mientras arrojaba la mochila chamuscada en una
acequia sentí que la espalda me escocía como si tu-
viera alas.


54. Soñé que los caminos de África estaban llenos
de gambusinos, bandeirantes, sumulistas.


55. Soñé que nadie muere la víspera.



56. Soñé que un hombre volvía la vista atrás, sobre
el paisaje anamórfico de los sueños, y que su mirada
era dura como el acero pero igual se fragmentaba en
múltiples miradas cada vez más inocentes, cada vez
más desvalidas.



57. Soñé que Georges Perec tenía tres años y lloraba
desconsoladamente. Yo intentaba calmarlo. Lo toma-
ba en brazos, le compraba golosinas, libros para pin-
tar. Luego nos íbamos al Paseo Marítimo de Nueva
York y mientras él jugaba en el tobogán yo me decía
a mí mismo: no sirvo para nada, pero serviré para
cuidarte, nadie te hará daño, nadie intentará matar-
te. Después se ponía a llover y volvíamos tranquila-
mente a casa. ¿Pero dónde estaba nuestra casa?



Blanes, 1994



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