jueves, 30 de abril de 2009

Anverso Literario: Los dichos de Ribeyro sobre los hombres y las botellas

12:27

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El cuento los hombres y las botellas de Julio Ramón Ribeyro, pertenece al primer periodo de este narrador latinoamericano, el texto aparece publicado en el libro homónimo del 64 (Editorial Mejia Baca) que reúne cuentos de gran factura y temáticas múltiples como: Los moribundos, La piel de un indio no cuesta cara, Por las azoteas, Dirección equivocada, El jefe, Profesor suplente además del cuento en análisis. El hilo conductor de los relatos, más allá de los tópicos y el tratamiento retaguardista del autor, recae diegéticamente en el estoicismo de los actantes y en una oscura y poética melancolía ante el sentido profundo de fracaso que el devenir y la inutilidad de la praxis humana, revela.

Al respecto, el narrador y ensayista Miguel Gutiérrez Correa en su ensayo sobre la cuentística de Ribeyro señala: Ribeyro ha optado por un pesimismo terapéutico y por la gravedad de la moral estoica, determinada acaso oscuramente por su refinada sensibilidad aristocrática, pero solidaria con el dolor de los desamparados de la tierra

Para llegar a estas afirmaciones, el estudioso, además de ilustrarnos con respecto a las posibles imbricaciones de la obra del limeño, somete el neorrealismo de los escritos a los tres cuestionamientos básicos de Kant ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo saber? y ¿Qué puedo esperar? El estudio, aplicado de facto a uno de los más celebrados cuentos de Ribeyro, “Silvio en el rosedal” arroja el siguiente orden de respuestas.

En torno a la problemática del “qué pudo hacer”, Ribeyro a juicio de Gutiérrez, demuestra una moral laica, secular, que pese a su mirada agnóstica y descreída, no retrocede ante la futilidad de lo indeterminable e ahí el origen del estoicismo, del balbuceo mudo ante la imposibilidad de la palabra; un proceder activo que se verifica aún cuando, la adversidad guíe a los actores y artífices del día a día, al derrotero como destino unívoco e infranqueable. En tal grado, el azar y la fisura que las circunstancias externas e inesperadas imponen a los proyectos, incluidos los más nobles y estructurados, se descubre en palabras del mismo Ribeyro, como una fuerte condicionante de la existencia, descubriendo en su ininteligibilidad, una energía gravitante; indispensable al pensar las pocas posibilidades que tenemos como realidad, a la hora de enfrentar las otras dos pregunta ¿qué saber? y ¿qué esperar?

En definitiva, ¿qué se puede saber? si la razón y los sentidos son limitantes, y no permitirán jamás acceder a las preguntas trascendentes y metafísicas. Cabe indagar si realmente estos cuestionamientos existen ante un absurdo y nada, que irrefrenable se dibuja en la maquinaria de eterno retorno que promueve una incomunicación violenta con toda verdad. El hombre en tal caso, sólo puede como correlato, esperar en función del orbe histórico. Su realización temporal lo devuelve al cauce inicial de la duda ontológica; un desvalido ¿qué puedo hacer? que se plasma como una lucha, una agónica, silenciosa y desamparada vida.

Tomando como base estos planteamientos que definen una cosmovisión y ética que se presenta de modo más o menos recurrente en la narrativa y estética del autor, revisaremos la historia “Los hombres y las botellas” y el mensaje que Ribeyro comunica con este breve relato perteneciente al periodo más beligerante de su obra en cuanto a la protesta y denuncia que hace en torno a la poquedad y abuso que pesa sobre los grupos más pauperizados.

Sin embargo es importante agregar, antes de proceder a revisar el cuento, que el creador limeño tal como en su momento lo hiciesen sus pares, López Albujar, Arguedas y Alegría, representa en palabras de Alberto Escobar, “un prisma de la realidad del Perú” y en tal medida un vuelco significativo hacia una percepción global y aguda de la vida que se desarrolla en la urbe.

Abocados estrictamente al cuento “Los hombres y las botellas” podemos señalar que el apocamiento y desgaste moral, lo apreciamos emocionalmente en los actantes protagonistas, Luciano y su padre vagabundo y más aún, en el medio que los rodea, espacio clasista que promueve el arribismo y la desesperación de las clases baja y media por ascender socialmente a como de lugar

Nadie sabía mejor que él, igualmente, que esa prosperidad que parecía leerse en su vestimenta, en sus relaciones de club –donde servía de pareja a los socios viejos y se emborrachaba con sus hijos – era una prosperidad provisional, amenazada, mantenida gracias a negocios oscuros. (…) si el club lo toleraba no era ciertamente por razones sociales (…) era algo así como el agente secreto de sus vicios el órgano de enlace entre el hampa y el salón.

El pasaje transcrito muestra una praxis criminal y desentendida por parte de Luciano que en concomitancia ilícita con los ubicados en las más altas esferas procura sostener el débil equilibrio y estabilidad de su posición social, granjeando favores que complacen los vicios de sus jefes y prole a la par que comunica esferas aparentemente antagónicas, el lumpen, mundo de los descastados, con la llamada clase ABC1

De este modo, vamos perfilando el ¿qué puedo hacer? Kantiano, pues la actitud de los protagonistas prefigura una frágil esperanza que transita por el violento delirio y anhelo, acompasado al ritmo de aquellos solitarios, individuos inmersos en la melancolía de una dignidad perdida.

(…)Su padre en cambio, medía sus tiros y efectuaba los lanzamientos con un estilo impecable. Luciano no se cansaba de observarlo, creía descubrir en él una elegancia escondida que una vida miserable había recubierto de gestos vulgares sin llegar por completo a destruir.

A través del discurso, entramos en contacto con hombres empujados al más descarnado hermetismo y abandono, dentro del caos y bullicio de la masa inconsciente

Se hablaba de mujeres, Luciano se sintió de súbito triste. (…) Alguien hablaba de ir a las calles alegres de La Victoria. Siempre era así: en las reuniones de hombres, por más numerosas que fueran, siempre llegaba un momento en que todos se sentían profundamente solos.

El ¿qué puedo saber?, se presenta como una alternativa de evasión, todo se libra en torno a mentiras y apariencias físicas, verificables en lo concreto. No hay espacio para la contemplación, menos para reflexionar, son hombres activos, hedonistas con impulsos carnales y somáticos, lo cual reduce su campo de acción tanto en lo que se refiere a captar el entorno como en su proyección frente a la otredad. Para ellos, no parece haber percepción y realidad más allá de lo sensible.

Obedeciendo a un impulso de vanidad se había puesto su mejor terno, sus mejores zapatos, un prendedor de oro en la corbata como si se propusiera demostrarle a su padre con esos detalles que su ausencia del hogar no había tenido ninguna importancia, que había sido –por el contrario- una de las razones de su prosperidad.

Las marcas físicas, explanadas con gran detalle en el relato son un guiño para el lector y un modo de comprender profundamente el sentir de los personajes, sus personalidades, el estilo de vida que llevan, su rango de acción y posicionamiento en la escala de poder.

El viejo lo miro irritado –¡No me vas a vestir ahora a mí, a mí que te he comprado tus primeros chuzos!

Las categorías que la sociedad y el resto realizan en la tarea de calificar a las personas por su puro aspecto, se verifican en una mirada que cosifica y condiciona los roles.

El empleado de la cantina no quitaba la vista de ese extraño visitante con la camisa sebosa y la barba mal afeitada. Hombres de esa catadura sólo entraban al club por la puerta falsa, cuando había un caño que desatorar. (…) Los empleados lo observaban con perplejidad. El prendedor de su corbata, pero sobre todo el rubí de su anular, parecía dejarlos cavilosos. No veían verdaderamente relación entre ese viejo seboso y charlatán y esa especie de mestizo con aires de dandy.

Esto se extiende al punto que vínculos emocionales, recuerdos y expresiones genuinas de afecto, encuentren su cauce bajo la entrega de dadivas y retribuciones materiales. Es la muestra clara de una sociedad reificante y metalizada.

Ese hombre de gran quijada, que él había durante tantos años odiado y olvidado, adquiría ahora tan opulenta realidad (…) ¿cómo podría recompensarlo? Regalarle dinero, retenerlo en lima, todo le parecía poco. (…)Pensó cómo sería su padre con un buen chaleco y se dijo que bien valía la pena obsequiarle el más lujoso que se encontrara.

(…)Mientras se acordaba de su madre, a quien visitaba de cuando en cuando en el callejón, llevándole frutas o pañuelos.


De esta manera, los actantes no pueden excluirse de lo tangible ni en sus más profundas abstracciones; el fracaso y las categorías superficiales van demarcando sus vidas. El remedio para esta situación, se presenta en formulas artificiales, el alcohol en este caso es el paliativo que provee el acceso inmediato a un mundo de ficción, quizá la única proximidad a algo medianamente efímero y etéreo, con matices de trascendencia, que estos hombres, estoicos en esencia, se permiten antes de confirmar su desamparo, la orfandad social que sufren de manera integral

Comenzaba a olvidarse de su ropa, de sus rencores al penetrar en ese mundo ficticio que crean los hombres cuando se sientan alrededor de una botella abierta (…) “Es verdad” el rumor de su voz, además irrigaba zonas muertas de su memoria

El bastardaje como prolongación de un sentir periférico, orienta por completo la construcción de esta gesta de lo cotidiano que Ribeyro aprovecha para introducir una crítica tanto personal como global a las sociedades carnívoras del continente.

Todos sus recuerdos de infancia le venían descalzos desde la puerta de un callejón

La visita del padre tras una larga y sentida ausencia, es una excusa para devolver a Luciano, pícaro arribista que funge como producto arquetípico del abandono tanto de la comunidad como del padre, a una serie de recuerdos infantiles y retazos que descubren “el infierno tan temido” la condición de prostituta de la madre, único sostén del hogar. Esto confirma la última pregunta Kantiana, ¿qué se puede esperar? Nada, si todo esta trazado de antemano por las circunstancias que impone la precariedad. Luciano a pesar de su interés por recobrar una apariencia de padre, una imagen carnal que justifique su existencia ante los demás y al mismo tiempo le permita vengar la ausencia y acorralar al culpable con preguntas que justifiquen su dolor, se empuja hacía la confirmación de sus miedos y a la verdad ineludible pero en lo preferible ignorable.

-Además… -continuo el viejo, sonriendo con sorna –yo, yo… ella, con el perdón de Luciano, pero la verdad es que ella, ustedes comprenden, ella… -¡Calla! Gritó Luciano, poniéndose de pie. -¡ella se acostaba con todo el mundo!

El ciclo compuesto por esta trinidad de preguntas formuladas por Kant, se completa al remitirnos de regreso al inicial ¿qué puedo hacer? Que en el caso de Luciano, reaccionario, termina en un épico enfrentamiento con la figura paterna, a fin de solucionar su crisis de identidad y lograr una genuina catarsis.

Luciano vio que su padre tenía la guardia abierta y que su gran vientre se le ofrecía como un blanco infalible. A pesar de ello retrocedió unos pasos. El viejo se aproximó. Luciano volvió a retroceder. El viejo continúo avanzando.

Sin embargo la historia, fiel a la posición de Ribeyro de abrazar la incertidumbre y el carácter irresoluto de la existencia, propio de un estoicismo agnóstico, hace que el protagonista, tras vencer a su progenitor / oponente, lejos de sentirse victorioso, se compadezca de la orfandad superior que ambos comparten ante el mundo. Por ende, lo que queda claro a través de la obra y las relaciones que se establecen, es un sentido de identificación pues todos formamos parte del mismo absurdo, la condición paupérrima de los personajes en este caso, lo único que consigue es agravar el vacío y hacer menos factible y más onerosa la evasión. Crimen, violencia, alcohol y drogas son los caminos que reducen el mundo a piel, hígado, puños y estomago, bajo las directrices de las argucias y mañas que garantizan su complacencia.

Por tanto, si nos remitimos a la forma en que estos seres resuelven sus emociones, ingresamos otra vez a la materialidad intrínseca de sus vínculos por medio de un anillo de oro con un rubí incrustado. Preciado botín de la pesca social de Luciano que desde el principio del cuento, se destaca como una divisa en su escalada social de joven dandy. El adorno y pieza fundamental de los rasgos que prefiguran su aparente éxito, es colocado con piedad en la mano abierta del derrotado progenitor, sirviendo como tregua consecuente al modo de vivir que han elegido y desarrollado hasta las últimas consecuencias.

Arrancando su anillo del anular, lo colocó en el meñique del vencido, con el rubí hacia la palma

En conclusión, los hombres y las botellas, cuento de Julio Ramón Ribeyro, uno de los narradores más potentes del Perú y de Latinoamérica, nos abre una compuerta directa a la inutilidad de las acciones y evasiones que emprendemos sin vacilación, pues la búsqueda de Luciano no acaba con el tan preciado ascenso, los fantasmas del pasado, continúan al acecho y la muerte del padre, la superación de esa cicatriz que implica un temprano sentimiento de traición y abandono, no permite un cambio veraz, no hay final, por ello, el absurdo corona la diégesis con un protagonista abatido, de vuelta a los bares tras dejar al padre dormitando la borrachera y golpiza en una desconocida y fría calle. Pragmático y concreto, la paz relativa de Luciano y tantos patibularios como él, reposa en la fantasmagoría del alcohol.

Encendió un cigarrillo y se retiró pensativo hacia los bares de la victoria.

En torno al trago y los hombres sometidos a su imperio, Ribeyro edifica una épica del día a día, en la cual se conjugan, orfandad, arribismo, descastación, bastardaje, memoria, viaje, misoginia, incluso el autor logra introducir el componente mítico en una revisión de Edipo, que prueba como la moral, el conocimiento y la esperanza, están condicionados por una praxis social sin salida.

Autor: Daniel Rojas Pachas

Publicado en: Los dichos de Ribeyro.

lunes, 27 de abril de 2009

POR LAS AZOTEAS de Julio Ramón Ribeyro

21:58

POR LAS AZOTEAS
Julio Ramón Ribeyro

A los diez años yo era el monarca de las azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino de objetos destruidos. Las azoteas eran los recintos aéreos donde las personas mayores enviaban las cosas que no servían para nada: se encontraban allí sillas cojas, colchones despanzurrados, maceteros rajados, cocinas de carbón, muchos otros objetos que llevaban una vida purgativa, a medio camino entre el uso póstumo y el olvido. Entre todos estos trastos yo erraba omnipotente, ejerciendo la potestad que me fue negada en los bajos. Podía ahora pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir como una jabalina la escoba que perdió su paja. Nada me estaba vedado: podía construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las pelotas de jebe reventadas, presidía la ejecuci6n capital de los maniquís. Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa, pero poco a poco, gracias a valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por las azoteas vecinas. De estas largas campanas, que no iban sin peligros –pues había que salvar vallas o saltar corredores abismales– regresaba siempre enriquecido con algún objeto que se añadía a mi tesoro o con algún rasguño que acrecentaba mi heroísmo. La presencia esporádica de alguna sirvienta que tendía ropa o de algún obrero que reparaba una chimenea, no me causaba ninguna inquietud pues yo estaba afincado soberanamente en una tierra en la cual ellos eran solo nómades o poblaciones trashumantes. En los linderos de mi gobierno, sin embargo, había una zona inexplorada que siempre despertó mi codicia. Varias veces había llegado hasta sus inmediaciones pero una alta empalizada de tablas puntiagudas me impedía seguir adelante. Yo no podía resignarme a que este accidente natural pusiera un límite a mis planes de expansión. A comienzos del verano decidí lanzarme al asalto de la tierra desconocida. Arrastrando de techo en techo un velador desquiciado y un perchero vetusto, llegué al borde de la empalizada y construí una alta torre. Encaramándome en ella, logre pasar la cabeza. Al principio solo distinguí una azotea cuadrangular, partida al medio por una larga farola. Pero cuando me disponía a saltar en esa tierra nueva, divisé a un hombre sentado en una perezosa. El hombre parecía dormir. Su cabeza caía sobre su hombro y sus ojos, sombreados por un amplio sombrero de paja, estaban cerrados.. Su rostro mostraba una barba descuidada, crecida casi por distracción, como la barba de los náufragos. Probablemente hice algún ruido pues el hombre enderezó la cabeza y quedo mirándome perplejo. El gesto que hizo con la mano lo interpreté como un signo de desalojo, y dando un salto me alejé a la carrera. Durante los días siguientes pasé el tiempo en mi azotea fortificando sus defensas, poniendo a buen recaudo mis tesoros, preparándome para lo que yo imaginaba que sería una guerra sangrienta. Me veía ya invadido por el hombre barbudo; saqueado, expulsado al atroz mundo de los bajos, donde todo era obediencia, manteles blancos, tías escrutadoras y despiadadas cortinas. Pero en los techos reinaba la calma más grande y en vano pasé horas atrincherado, vigilando la lenta ronda de los gatos o, de vez en cuando, el derrumbe de alguna cometa de papel. En vista de ello decidí efectuar una salida para cerciorarme con qué clase de enemigo tenía que vérmelas, si se trataba realmente de un usurpador o de algún fugitivo que pedía tan solo derecho de asilo. Armado hasta los dientes, me aventuré fuera de mi fortín y poco a poco fui avanzando hacia la empalizada. En lugar de escalar la torre, contorneé la valla de maderas, buscando un agujero. Por entre la juntura de dos tablas apliqué el ojo y observé: el hombre seguía en la perezosa, con templando sus largas manos trasparentes o lanzando de cuando en cuando una mirada hacia el cielo, para seguir el paso de las nubes viajeras. Yo hubiera pasado toda la mañana allí, entregado con delicia al espionaje, si es que el hombre, después de girar la cabeza no quedara mirando fijamente el agujero. –Pasa –dijo haciéndome una sena con la mano–. Ya se que estas allí. Vamos a conversar. Esta invitación, si no equivalía a una rendición incondicional, revelaba al menos el deseo de parlamentar. Asegurando bien mis armamentos, trepé por el perchero y salté al otro lado de la empalizada. El hombre me miraba sonriente. Sacando un pañuelo blanco del bolsillo –¿era un signo de paz?– se enjugó la frente. –Hace rato que estas allí –dijo–. Tengo un oído muy fino. Nada se me escapa... ¡Este calor! –¿Quién eres tú? –le pregunté.

–Yo soy el rey de la azotea– me respondió. –¡No puede, ser! –protesté– El rey de la azotea soy yo. Todos los techos son míos. Desde que empezaron las vacaciones paso todo el tiempo en ellos. Si no vine antes por aquí fue porque estaba muy ocupado por otro sitio. –No importa –dijo–. Tú serás el rey durante el día y yo durante la noche. –No –respondí–. Yo también reinaré durante la noche. Tengo una linterna. Cuando todos estén dormidos, caminaré por los techos, –Está bien –me dijo–. ¡Reinarás también por la noche! Te regalo las azoteas pero déjame al menos ser el rey de los gatos. Su propuesta me pareció aceptable. Mentalmente lo convertía ya en una especie de pastor o domador de mis rebaños salvajes. –Bueno, te dejo los gatos. Y las gallinas de la casa de al lado, si quieres. Pero todo lo demás es mío. –Acordado –me dijo–. Acércate ahora. Te voy a contar un cuento. Tú tienes cara de persona que le gustan los cuentos. ¿No es verdad? Escucha, pues: «Había una vez un hombre que sabia algo. Por esta razón lo colocaron en un pulpito. Después lo metieron en una cárcel. Después lo internaron en un manicomio. Después lo encerraron en un hospital. Después lo pusieron en un altar. Después quisieron colgarlo de una horca. Cansado, el hombre dijo que no sabía nada. Y so10 entonces lo dejaron en paz». Al decir esto, se echó a reír con una risa tan fuerte que terminó por ahogarse. Al ver que yo lo miraba sin inmutarme, se puso serio. –No te ha gustado mi cuento –dijo–. Te voy a contar otro, otro mucho mas fácil: «Había una vez un famoso imitador de circo que se llamaba Max. Con unas alas falsas y un pico de cartón, salía al ruedo y comenzaba a dar de saltos y a piar. ¡El avestruz! decía la gente, señalándolo, y se moría de risa. Su imitación del avestruz lo hizo famoso en todo el mundo. Durante anos repitió su número, haciendo gozar a los niños y a los ancianos. Pero a medida que pasaba el tiempo, Max se iba volviendo más triste y en el momento de morir llamó a sus amigos a su cabecera y les dijo: Voy a revelarles un secreto. Nunca he querido imitar al avestruz, siempre he querido imitar al canario». Esta vez el hombre no rio sino que quedó pensativo, mirándome con sus ojos indagadores. –¿Quién eres tú? –le volví a preguntar– ¡No me habrás engañado? ¿Por qué estás todo el día sentado aquí? ¿Por qué llevas barba? ¿Tú no trabajas? ¿Eres un vago? –¡Demasiadas preguntas! –me respondió, alargando un brazo, con la palma vuelta hacia mí– Otro día te responderé. Ahora vete, vete por favor. ¿Por qué no regresas mañana? Mira el sol, es como un ojo… ¿lo ves? Como un ojo irritado. EI ojo del infierno. Yo miré hacia lo alto y vi solo un disco furioso que me encegueció. Caminé, vacilando, hasta la empalizada y cuando la salvaba, distinguí al hombre que se inclinaba sobre sus rodillas y se cubría la cara con su sombrero de paja. Al día siguiente regresé. –Te estaba esperando –me dijo el hombre–. Me aburro, he leído ya todos mis libros y no tengo nada qué hacer. En lugar de acercarme a él, que extendía una mano amigable, lancé una mirada codiciosa hacia un amontonamiento de objetos que se distinguía al otro lado de la farola. Vi una cama desarmada, una pila de botellas vacías. –Ah, ya sé –dijo el hombre–. Tú vienes solamente por los trastos. Puedes llevarte lo que quieras. Lo que hay en la azotea –añadió con amargura– no sirve para nada. –No vengo por los trastos –le respondí–. Tengo bastantes, tengo más que todo el mundo. –Entonces escucha lo que te voy a decir: el verano es un dios que no me quiere. A mí me gustan las ciudades frías, las que tienen allá arriba una compuerta y dejan caer sus aguas. Pero en Lima nunca llueve o cae tan pequeño rocío que apenas mata el polvo. ¿Por qué no inventamos algo para protegernos del sol? –Una sombrilla –le dije–, una sombrilla enorme que tape toda la ciudad. –Eso es, una sombrilla que tenga un gran mástil, como el de la carpa de un circo y que pueda desplegarse desde el suelo, con una soga, como se iza una bandera. Así estaríamos todos para siempre en la sombra. Y no sufriríamos.

Cuando dijo esto me di cuenta que estaba todo mojado, que la transpiración corría por sus barbas y humedecía sus manos. –¿Sabes por qué estaban tan contentos los portapliegos de la oficina? –me pregunto de pronto– Porque les habían dado un uniforme nuevo, con galones. Ellos creían haber cambiado de destino, cuando solo se habían mudado de traje. –¿La construiremos de tela o de papel? –le pregunté. El hombre quedo mirándome sin entenderme. –¡Ah, la sombrilla! –exclamó– La haremos mejor de piel, ¿qué te parece? De piel humana. Cada cual dará una oreja o un dedo. Y al que no quiera dárnoslo, se lo arrancaremos con una tenaza. Yo me eche a reír. El hombre me imitó. Yo me reía de su risa y no tanto de lo que había imaginado –que le arrancaba a mi profesora la oreja con un alicate– cuando el hombre se contuvo. –Es bueno reír –dijo–, pero siempre sin olvidar algunas cosas: por ejemplo, que hasta las bocas de los niños se llenarían de larvas y que la casa del maestro será convertida en cabaret por sus discípulos. A partir de entonces iba a visitar todas las mañanas al hombre de la perezosa. Abandonando mi reserva, comencé a abrumarlo con toda clase de mentiras e invenciones. Él me escuchaba con atención, me interrumpía solo para darme crédito y alentaba con pasión todas mis fantasías. La sombrilla había dejado de preocuparnos y ahora ideábamos unos zapatos para andar sobre el mar, unos patines para aligerar la fatiga de las tortugas. A pesar de nuestras largas conversaciones, sin embargo, yo sabía poco o nada de él. Cada vez que lo interrogaba sobre su persona, me daba respuestas disparatadas u oscuras: –Ya te lo he dicho: yo soy el rey de los gatos. ¿Nunca has subido de noche? Si vienes alguna vez verás cómo me crece un rabo, cómo se afilan mis uñas, cómo se encienden mis ojos y cómo todos los gatos de los alrededores vienen en procesión para hacerme reverencias. O decía: –Yo soy eso, sencillamente, eso y nada más, nunca lo olvides: un trasto. Otro día me dijo: –Yo soy como ese hombre que después de diez años de muerto resucitó y regresó a su casa envuelto en su mortaja. Al principio, sus familiares se asustaron y huyeron de él. Luego se hicieron los que no lo reconocían. Luego lo admitieron pero haciéndole ver que ya no tenía sitio en la mesa ni lecho donde dormir. Luego lo expulsaron al jardín, después al camino, después al otro lado de la ciudad. Pero como el hombre siempre tendía a regresar, todos se pusieron de acuerdo y lo asesinaron. A mediados del verano, el calor se hizo insoportable. El sol derretía el asfalto de las pistas, donde los saltamontes quedaban atrapados. Por todo sitio se respiraba brutalidad y pereza. Yo iba por las mañanas a la playa en los tranvías atestados, llegaba a casa arenoso y famélico y después de almorzar subía a la azotea para visitar al hombre de la perezosa. Este había instalado un parasol al lado de su sillona y se abanicaba con una hoja de periódico. Sus mejillas se habían ahuecado y, sin su locuacidad de antes, permanecía silencioso, agrio, lanzando miradas coléricas al cielo. –¡El sol, el sol! –repetía–. Pasará él o pasaré yo. ¡Si pudiéramos derribarlo con una escopeta de corcho! Una de esas tardes me recibió muy inquieto. A un lado de su sillona tenía una caja de cartón. Apenas me vio, extrajo de ella una bolsa con fruta y una botella de limonada. –Hoy es mi santo –dijo–. Vamos a festejarlo. ¿Sabes lo que es tener treinta y tres años? Conocer de las cosas el nombre, de los países el mapa. Y todo por algo infinitamente pequeño, tan pequeño –que la uña de mi dedo meñique sería un mundo a su lado. Pero ¿no decía un escritor famoso que las cosas más pequeñas son las que más nos atormentan, como, por ejemplo, los botones de la camisa? Ese día me estuvo hablando hasta tarde, hasta que el sol de brujas encendió los cristales de las farolas y crecieron largas sombras detrás de cada ventana teatina. Cuando me retiraba, el hombre me dijo: –Pronto terminarán las vacaciones. Entonces, ya no vendrás a verme. Pero no importa, porque ya habrán llegado las primeras lloviznas.

En efecto, las vacaciones terminaban. Los muchachos vivíamos ávidamente esos últimos días calurosos, sintiendo ya en lontananza un olor a tinta, a maestro, a cuadernos nuevos. Yo andaba oprimido por las azoteas, inspeccionando tanto espacio conquistado en vano, sabiendo que se iba a pique mi verano, mi nave de oro cargada de riquezas. El hombre de la perezosa parecía consumirse. Bajo su parasol, lo veía cobrizo, mudo, observando con ansiedad el último asalto del calor, que hacia arder la torta de los techos. –¡Todavía dura! –decía señalando el cielo– ¿No te parece una maldad? Ah, las ciudades frías, las ventosas. Canícula, palabra fea, palabra que recuerda a un arma, a un cuchillo. Al día siguiente me entregó un libro: –Lo leerás cuando no puedas subir. Así te acordarás de tu amigo... de este largo verano. Era un libro con grabados azules, donde había un personaje que se llamaba Rogelio. Mi madre lo descubrió en el velador. Yo le dije que me lo había regalado «el hombre de la perezosa». Ella indagó, averiguó y cogiendo el libro con un papel, fue corriendo a arrojarlo a la basura. –¿Por qué no me habías dicho que hablabas con ese hombre? ¡Ya verás esta noche cuando venga tu papá! Nunca más subirás a la azotea. Esa noche mi papa me dijo: –Ese hombre está marcado. Te prohíbo que vuelvas a verlo. Nunca más subirás a la azotea. Mi mama comenzó a vigilar la escalera que llevaba a los techos. Yo andaba asustado por los corredores de mi casa, por las atroces alcobas, me dejaba caer en las sillas, miraba hasta la extenuación el empapelado del comedor –una manzana, un plátano, repetidos hasta el infinito– u hojeaba los álbumes llenos de parientes muertos. Pero mi oído solo estaba atento a los rumores del techo, donde los últimos días dorados me aguardaban. Y mi amigo en ellos, solitario entre los trastos. Se abrieron las clases en días aun ardientes. Las ocupaciones del colegio me distrajeron. Pasaba mañanas interminables en mi pupitre, aprendiendo los nombres de los catorce incas y dibujando el mapa del Perú con mis lápices de cera. Me parecían lejanas las vacaciones, ajenas a mí, como leídas en un almanaque viejo. Una tarde, el patio de recreo se ensombreció, una brisa fría barrió el aire caldeado y pronto la garúa comenzó a resonar sobre las palmeras. Era la primera lluvia de otoño. De inmediato me acordé de mi amigo, lo vi, lo vi jubiloso recibiendo con las manos abiertas esa agua caída del cielo que lavaría su piel, su corazón. Al llegar a casa estaba resuelto a hacerle una visita. Burlando la vigilancia materna, subí a los techos. A esa hora, bajo ese tiempo gris, todo parecía distinto. En los cordeles, la ropa olvidada se mecía y respiraba en la penumbra, y contra las farolas los maniquís parecían cuerpos mutilados. Yo atravesé, angustiado, mis dominios y a través de barandas y tragaluces llegué a la empalizada. Encaramándome en el perchero, me asomé al otro lado. Solo vi un cuadrilátero de tierra humedecida. La sillona, desarmada, reposaba contra el somier oxidado de un catre. Caminé un rato por ese reducto frío, tratando de encontrar una pista, un indicio de su antigua palpitación. Cerca de la sillona había una escupidera de loza. Por la larga farola, en cambio, subía la luz, el rumor de la vida. Asomándome a sus cristales vi el interior de la casa de mi amigo, un corredor de losetas por donde hombres vestidos de luto circulaban pensativos. Entonces comprendí que la lluvia había llegado demasiado tarde.

(Escrito en Berlín en 1958)
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sábado, 25 de abril de 2009

Estrenamos nuestro cuarto especial de poesía Cinosargo - Marzo del 2009

8:57

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Estrenamos nuestro cuarto especial de poesía de Cinosargo

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POETAS PRESENTES EN ESTA EDICIÓN


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Amando Espejo (((Chile-Quilicura)))

Rene Segura (((Colombia)))

H.H Montecinos (((Chile)))

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Francisco Jesus Muñoz Soler (((España)))

Daniel Rojas Pachas (((Chile)))

Markos Quisbert (((Chile)))





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Ediciones especiales de Revista Cinosargo, Poesía publicada en Diciembre del 2008

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domingo, 19 de abril de 2009

Los zapatos vacíos Reinaldo Arenas

23:09

Los zapatos vacíos

Reinaldo Arenas


¡Caramba! ¿Cuándo sucedió?, quien sabe... Antes; sin fecha exacta; todo era tan parecido que realmente costaba trabajo distinguir un mes de otro, ¡ah! pero enero era diferente. Sabe usted, enero es el mes de los úpitos y de las campanillas, pero hay algo más, es el mes de los Reyes Magos.

Ya la yerba estaba amontonada junto a la ventana y los zapatos, un poco apenados por los huecos de las punteras, esperaban boquiabiertos, humedecidos por el sereno.

Pronto sería medianoche.

«Vienen cuando estés dormido.» —Me había dicho mi primo en voz confidencial.

— «Y depositan los regalos sobre los zapatos». Cuando esté dormido,¡pero no podía dormirme!, afuera sentía el silbido de los grillos y me pareció escuchar pasos, pero no, no eran ellos.

Dormir. Debía dormir, pero ¿cómo lograrlo?, los zapatos estaban allí, sobre el borde de la ventana, aguardando.

Debía pensar en otra cosa para poder dormir. Sí, pensar en otra cosa: «...Mañana hay que cortar los piñones y llenar el tanque de agua, luego iré hasta el arroyo y traeré una maceta de mamoncillos...» «No debí haber roto el nido, tenía dos pichones sin plumas que me miraban con miedo y con el pico abierto...»

Desperté. Era tan temprano que apenas si entraba la claridad por la ventana, casi a tientas caminé hasta ella. ¡Cuántas sorpresas, pensé, me estaría augardando...! pero no. Toqué el cuero húmedo de mis zapatos, estaban vacíos... completamente vacíos.

Entonces llegó mi madre y me besó callada, pasó sus manos cansadas de fregar, por mis ojos húmedos y empujándome suavemente me sentó en el borde de la cama y me puso los zapatos, «Ven», me dijo luego en voz baja, «ya está hecho el café». Luego salí empapándome en el rocio, debía cortar los piñones.

Afuera todo era tan bello. Tantas campanillas, tantas, que se podía caminar sobre ellas sin pisar la tierra; tantas flores de upitos en el suelo, tantas,

que tapaban los huecos de mis zapatos...



jueves, 16 de abril de 2009

LXIX de Trilce de César Vallejo

18:41

LXIX


Qué nos buscas, oh mar, con tus volúmenes
docentes! Qué inconsolable, qué atroz
estás en la febril solana.

Con tus azadones saltas,
con tus hojas saltas,
hachando, hachando en loco sésamo,
mientras tornan llorando las olas, después
de descalcar los cuatro vientos
y todos los recuerdos, en labiados plateles
de tungsteno, contractos de colmillos
y estáticas eles quelonias.

Filosofía de alas negras que vibran
al medroso temblor de los hombros del día.

El mar, y una edición en pie,
en su única hoja el anverso
de cara al reverso.

martes, 14 de abril de 2009

Hacia una interpretación Lihngüística del país de los sueños

23:06

GeorgGrosz.jpg


En el prólogo de “Al bello aparecer de este lucero”, Pedro Lastra señala con respecto a la poesía de Lihn: alcanza una mirada oblicua, distanciada y ajena, para la cual la percepción de un lugar produce la memoria del mismo. Esto el crítico lo señala en relación al carácter de viajero que asume el autor; poeta de paso que con su obra realiza el procedimiento de verbalizar como en una bitácora o diario de viaje –con su usual descreimiento en la palabra y en la comunicación humana- respuestas fragmentarias a los estímulos de lo desconocido; en su obra, Lihn principalmente alude a aquellos parajes nuevos que confronta en su devenir. Francia, Nueva York, Lima, Cuba y desde luego, el horroroso Chile del que nunca salió.

En cada uno de esos espacios-tiempo que su escritura revisa, no debemos ignorar las voces, sujetos, e infinitos textos que cruzan las vivencias desplegadas; Lastra agrega como argumento ineludible para el reconocimiento que el lector puede hacer en torno a este talante y disposición por parte del creador, los títulos que E.L da a sus obras: Escrito en Cuba, 1969. París, situación irregular, 1977, A partir de Manhattan, 1979, Estación de los desamparados, 1982, El Paseo Ahumada, 1983.

En esos nombres, evidenciamos el constante cuestionamiento del autor en torno al movimiento, la fugacidad, el tránsito, todos conjugados en el afán de re-escribir la realidad; poesía en situación que descubre como material la percepción de lo vivido; por ende, a medida que se realiza el presente (ese paso por diversos parajes) se define la identidad extra e intertextual del ser humano, creador, voz y desde luego su memoria. Todo de modo fugaz, pretendiendo asir lo inasible, lo indeterminado de la manera más completa y genuina, gracias a la poesía como lenguaje estético, abierto a una mayor sensibilidad.

Paradojalmente, la posibilidad de concretar esta tarea con éxito, se acompaña de una consciencia fija, saber pleno del fracaso e inutilidad que el hombre enfrenta, al procurar conocer el mundo que cohabita en su real composición y relaciones.

No me voy de esta ciudad con la resignación de los visitantes en tránsito / Me dejo atar, fascinado por ella / a los recuerdos del presente: / cosas que no tuvieron, por definición, un futuro pero que, ciertamente, llegaron a envejecer, pues las dejo a sabiendas de que son, talvez, las últimas elaboraciones del deseo (Pena de extrañamiento)

Además palpamos un precario sentido de pertenencia, calidad de animal orillero principalmente determinado por nuestra lógica lingüística

Somos las víctimas de una falsa ciencia / los practicantes de una superstición: / la palabra: este río a cuya orilla / como el famoso camarón nos dormimos / virtualmente ahogados en la nada torrencial / Incapaces, incluso, de saber qué corriente / y hacia dónde nos lleva / si todavía cabe pensar en un sujeto (La realidad no es verbal)

El sistema simbólico opera funcionalmente desde la temprana edad y tiende de modo normativo a la reificación de los sujetos y a la construcción de identidades esperables.

Al respecto, John Zerzan señala en su artículo “Things we do” Hace unos 250 años el romántico alemán Novalis se lamentaba porque “el sentido de la vida se ha perdido” El cuestionamiento generalizado del sentido de la vida sólo puede aparecer en torno a este momento -justo cuando el industrialismo realiza su más temprana irrupción. Desde entonces, la erosión del sentido se ha acelerado rápidamente, recordándonos que la función sustitutiva de la simbolización es también una prótesis. El reemplazamiento de la vida por lo artificial, como la tecnología, implica una cosi-ficación. La reificación es también, al menos en parte, un imperativo técnico. La tecnología es “la habilidad para organizar hasta tal punto el mundo, que no necesitamos experimentarlo”.

Lastra por su parte refiere lo siguiente “El poeta de paso no conocerá nunca los lugares del que habla, se limitará a recorrerlos”

De modo que las andanzas que realiza el poeta; se cualifican como particulares de su poética, una divisa de su escritura que posee como efecto peculiar, el exponer “un desarraigo consciente de la existencia”, Tan así, que el tiempo al que hemos sido arrojados, es visto a través de la poesía de Lihn por encima de ese lenguaje simbólico, propio de un mundo normado por la sintaxis, pero al tanto de las dificultades y el spleen que produce el no poder como especie, sustraernos del poder de la palabra.

Podemos contrastar esto en función de las apreciaciones de Deleuze y su idea de agenciamiento y como el escritor se plantea ante el fenómeno: La unidad real mínima no es la palabra, ni la idea o el concepto, ni tampoco el significante. La unidad real mínima es el agenciamiento. Siempre es un agenciamiento el que produce los enunciados. Luego el pensador francés añade, el agenciamiento siempre es colectivo y pone en juego, en nosotros y fuera de nosotros, poblaciones, multiplicidades, territorios, devenires, afectos, acontecimientos. Por tanto el nombre propio no designa un sujeto, designa algo que ocurre cuando menos entre dos términos, que no son sujetos, sino agentes, elementos. Y concluye: Los nombres propios no son nombres de personas, son nombres de pueblos y de tribus, de faunas y de floras, de operaciones militares o de tifones, de colectivos, de sociedades anónimas y de oficinas de producción. El autor es un sujeto de enunciación, pero el escritor no, el escritor no es un autor. El escritor inventa agenciamientos a partir de agenciamientos que le han inventado, hace que una multiplicidad pase a formar parte de otra.

Las andanzas de Lihn como escritor, son en definitiva viajes, devenir, un paso precario, en que la memoria contribuye fugazmente a reconstruir momentos y voces, en términos de E.L, “el viaje es un cambio de escenario que corrobora la persistencia del sujeto que viaja” Lihngüísticamente transitoria que se opone desde su derrotero al agenciamiento y a la normalización.

El poema analizado tras este prólogo, Del país de los sueños; publicado en el libro Al bello aparecer de este lucero, evidencia claramente el sentir del poeta, y las apreciaciones que al respecto nos ha entregado Lastra.
Surge así el anhelo de capturar siquiera un fragmento del universo. Esta obsesión conscientemente fatalista, hace de Lihn un escritor que apela a la desfundamentación metafísica, a reconocerse fatalmente imbuido en un modernismo simbólico y sinestésico insuficiente en su lógica y mecanismos. Lenguaje, viaje, precariedad, memoria, signo y situación, constituyen una realidad


Cientos, cientos de veces te encontraré a la vuelta
de la memoria abundante en esquinas
en la enrarecida atmósfera del país de los sueños
en que no hay cosa que no esté hecha de nada
Me harás, sin verme, un saludo con la mano, pues de
los dos yo seré el único
en vernos y no tú la buena amiga de los años reales.
Además allí, en la nada, encuentros y desencuentros
¿en qué se diferencian? El diálogo es su simulacro
hecho de las palabras recordadas. La que esté allí
es sólo una visión a la espera de un taxi de hace diez o
quince años
Sin haber envejecido porque en ese país
no se vive ni se muere, con tu vestido pasado de moda
remedo de algunas escenas que habríamos podido
vivir juntos si todavía fuéramos reales
Y sentiré lástima de mí y me invadirá como si fuera
el amor
el recuerdo vacío de estas lágrimas.


Escrito por Enrique Lihn

En el poema, E.L nos plantea una realidad confusa, fragmentada y nebulosa, plagada de giros y vueltas; el espacio es anfractuoso y sumamente inconexo, anverso de una estructura lineal, en la que todo lo que se puede considerar real, es parte de un nihilismo absoluto. Una negación de lo que se entiende como cierto y materialmente perceptible: en la enrarecida atmósfera del país de los sueños / en que no hay cosa que no esté hecha de nada.

Este verso, más allá de lo onírico e inconsciente, podemos entenderlo fuera del desamor implícito y en su calidad desfundante, si lo vinculamos a la noción que Lihn sostiene con respecto a la palabra y su efecto reduccionista. Atrapados en el juego de la comunicación el hombre ha sido mediatizado por los significantes con miras funcionales que han establecido un consenso de denotaciones, signos y preguntas con respuestas establecidas de antemano. Estas tienden ante todo, a la dominación o sustento de un discurso de poder. El escritor, en su pieza la realidad no es verbal nos revela esta mirada:

el verbo ir y como complemento / un lugar que no hay — aunque se diga — / en el adverbio donde y el hacia qué denota / en el hablar de nada (siempre se habla de nada) / — lo dice la gramática — la dirección del movimiento / reducido, también, a un simulacro. (La realidad no es verbal)

Por tanto el país de los sueños, es una metáfora de nuestro mundo –otra mentira del lenguaje, la bella presencia de una ausencia – simulacro al que damos forma cada vez que desplegamos nuestros métodos para captar la existencia, esencialmente por medio de la palabra y el pensamiento enraizado en el lenguaje.

No es causal que el poeta en ambos textos repita el término simulacro, como la manera veraz de calificar la realidad. Somos habitantes de una ficción o mera representación, de una falsa superstición que todos practicamos pero que nos resistimos a calificar como falso, para ello existen otros vocablos, también ficciones que nos permiten mantener viva la fachada de lo verdadero, fantasía, irrealidad, irracionalidad, caos, locura, son todas categorías, rostros que sirven como mecanismos de defensa del lenguaje a fin de salvaguardar su identidad arbitraria y artificial.

Además allí, en la nada, encuentros y desencuentros / ¿en qué se diferencian? El diálogo es su simulacro / hecho de las palabras recordadas. La que esté allí es sólo una visión a la espera de un taxi de hace diez o quince años

Como dice Baudrillard El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero. Lihn esta consciente de eso, de ahí nace su irrefrenable desesperación y voz desasida, se reconoce como víctima y actor de esa comedia inútil, de esta virtualidad que defendemos por ser la médula de nuestra sociedad, de nuestra organización, por ella matamos y nos herimos. Como un Sísifo arrastrando su roca. Lihn está al tanto del juego que hemos construido y olvidado, pasivamente negamos con pavor y se asume con reverencialidad el lenguaje y su petrificación. Repetir la palabra como un orden sagrado y perfecto es la consigna que una voz crítica y paranoica, Kafkiana en su devenir, rechaza o más bien, niega. Pues lo único que evidencia lo precario y monocorde del sistema, es su gratuidad y absurdo al tiempo que revela la imposibilidad demencial de sustraerse de él.

Los siguientes versos son ilustrativos:

Me harás, sin verme, un saludo con la mano, pues de / los dos yo seré el único en vernos y no tú la buena amiga de los años reales.

El hablante, que por momentos podemos identificar con el poeta, fuera de la relación que la pieza nos presenta como lectura impresionista y directa, haciendo opaca la otra lectura, esa que nos habla sin tapujos del descreimiento de lo real; es quien está al tanto de su condición de criatura lingüísticamente sometida, pieza del simulacro, habitante del país de los sueños. El resto en cambio, su pareja, la ropa, los taxis, los gestos, los encuentros y desencuentros, no asumen tal condición, son naturalezas, determinables, agenciadas maquinalmente en el recuerdo y la palabra, todas sin posibilidad de fuga. En otros términos, son sólo figuras oníricas, fantasmáticas, recuerdos que él escribe, que él en su calidad de artífice de la palabra puede desvirtuar. La lengua en acción, esa piedra angular del sistema es un juguete que el poeta muta, en conjunto con el sentido y los medios que usualmente tenemos para buscarlo.

En cuanto a la última parte del poema, aún cuando este expone con mayor fuerza la temática del desamor (también característica del poeta y ya mentada al principio de esta lectura), hay que recalcar que no es menor lo que sus enunciados dejan entrever en cuanto al tartamudeo y punto de fuga. Idea de proseguir en la creación entre medio y no a la saga de una dicotomía.

Sin haber envejecido porque en ese país no se vive ni se muere,

Como dice Deleuze, siempre es posible deshacer los dualismos desde dentro trazando las líneas de fuga que pasan entre los dos términos, estrecho arroyo que no pertenece ni a uno ni a otro sino que arrastra a los dos en una evolución no paralela, en un devenir heterocrono. El filósofo se refiere a la involución que no es necesariamente una derrota sino un estado perpetuo de cambio, un devenir, El devenir añade el francés, consiste en involucionar pues: El devenir no tiene historia. Involucionar es estar entre, en el medio. Por ejemplo: los personajes de Beckett están en perpetua involución. Si hay que ocultarse, si siempre hay que ponerse una máscara, no es en función de un gusto sino porque el camino no tiene ni principio ni final y hay que ocultarlos.

En consideración a esto, el escritor se eterniza en el proceso y no en resultados, menos aún en afirmaciones. En el caso de Lihn, el poeta/hablante es invadido por el recuerdo, por la escritura, por la edificación de la memoria y su inutilidad, su carencia de significación sustentada en un concepto, en un par oponible; más no en una percepción, por ello se mantiene en la tarea de escribirse, de recordarse, de un hacer en el país de los sueños.

(…)Y sentiré lástima de mí y me invadirá como si fuera el amor el recuerdo vacío de estas lágrimas.

Deleuze en este mismo aspecto señala, el medio no tiene nada que ver con la media. No se trata de una velocidad media. Los nómades están en el medio. No tienen historia solo tienen geografía. Epicuro, Spinoza y Nietzsche como pensadores nómades.

Los filósofos que cita, son creadores, Rorty los llamará edificadores, lo que queda claro es su calidad de negadores, de descreídos. Lihn por su parte, se adscribe en esa percepción del mundo, es un nómade comprometido con su propio territorio, el de la escritura incesante. La escritura, como proceso como devenir, como una línea que no esta al principio o al fin, sino en medio. Esta escritura no es una afirmación entre dos dicotomías sino un tartamudeo. Deja de ser lo uno y lo otro, al punto que tampoco es algo que deviene de ellos, es la multiplicidad indeterminada; un hoyo negro que no se deja resumir o dicotomizar. Dentro del par A Y B. Lihn es la Y.

La Y como extra-ser inter-ser, de modo que su proceso, esta entre ambos polos, no es la desesperación absoluta de la incomunicación ni la afirmación tajante y taxativa del lenguaje como sistema funcional y normado. Es un escritor flexible, una salida a las dicotomías. Escritor Lihngüísticamente desterritorializado que produce una fisura al canon gramatical y literario, al canon poético y simbólico de la sociedad y las identidades; ajeno a la centralizada arborescencia occidental de Porfirio y los mapas mentales coercitivos de un simulacro social que pretende con sus meta-códigos hacernos creer, no somos parte del simulacro. Lihn en este punto, llega a cuestionar su propia realidad personal, los rostros y categorías caen y se quiebran en este proceso de despersonalización. El país de los sueños, es su geografía, su punto de fuga a través del cual crea población en un desierto y no especies y género en un bosque.

escenas que habríamos podido vivir juntos si todavía fuéramos reales

Escrito por Daniel Rojas Pachas

Publicado en: Cinosargo.

lunes, 13 de abril de 2009

Poemas de Luis Hernández

21:36


Charlie Melnick

El estaba en todo
Ya no lo está mas
Maeterlinck


I
Como cuando vivía
Cantarás,
Aunque no vuelvas.

II
Ahora que no vuelves,
Charlie Melnik,
Mi viejo, mi antiguo
Compañero;
Cuando ni la marea más alta
Cubre esta sombra
De pena.
Los caminos cerrados, old cap,
Los caminos cerrados.

III
Quién, qué lluvia
Hará surgir el día.
Ahora que no regresas
Desde tu noche perfecta.

IV
Que poco encuentro ahora
De tus cantos
En la fuente cegada
Del océano;
Lo que entonces cantabas:
Lluvia viril tu voz
Antigua
Entre la hierba;
Tu viejo piano, compañero,
Derribando
Navíos derruidos en los días,
Ahora que no regresas,
El camino del mar
Hacia la casa
Lleva sólo la huella
De la imagen sin fin
De tus canciones.

V
Qué pena recoge, entonces,
La muda floración
De mi amargura.
Ahora que no vueles
Ni el ave, ni los rastros
Cuando el alba
Sólo la seca paz
Tendida
De tu cuerpo


LA CANCION DE CHARLIE

1
Puedo llegar al mar
Con la sola alegría
De mis cantos.

2
Mi voz altísima
En los bosques:
Las hojas intrincadas,
La fronda de las cañas
Derribando
La yerta soledad
De las ciudades

3
¡Solo el hondo sentido
del estío!
Mi sombra triste,
Mis manos que rebalsan
El reflejo incesante
De las olas
Y el sonido sin paz
De los naufragios
Acudiendo
Al dolor de mis canciones.

VII

Mi sueño alerta
Entre los barcos,
Dolido y escrutando
La oscura paz,
Cubierta
De tus manos.

VIII
Las rocas enclavadas,
Tu viejo piano,
Tu viejo piano flotando,
El asfalto quebrado
Y las veredas.
El mar inmenso, perdido
A la herida cercana
De las cosas,
Lo poco de dicha que llevaban,
Lo poco de dicha que encontrabas
Con e agua ya lejana
De tus cantos.
La bruma de tu voz,
Tu antiguo piano,
Tus dedos silenciosos,
Compañero,
Las ruinas de las playas
¡Siempre el abismo sin forma
de los días pasados!

IX
Como todo estaba en ti,
La forma de las cosas
Ha tomado
La perfecta oquedad
De tu descanso.
Ahora que no vuelves,
Cómo el viento del mar
Limpia las calles,
Qué ruta hermosa,
Quién puede ahora florecer
En el viaje no emprendido
De tus años.

X
Now, es I was young and
Easy under the apple boughs
Dylan Thomas

1
Qué afán limpio llevabas
Que no pueden mis manos
Recrearte.

2
Como todo es igual, nada turba
Entre tu ausencia
El reflejo de las ramas
Del manzano,
Sólo tus brazos, tu pura
Calma.

¡Cómo tu rostro se oscurece
en el agua conmovida!
La antigua cuerda replegada,
La pobre hierba iluminando
El recuerdo excavado de los pozos.
Como es lo mismo todo:
Tu muerte bajo bosques
Perdida o recreada.
De qué alta raíz,
Qué ríos,
Brotó el olvido llamado
De tus cantos.

Y XI
Si regresaras
Qué habría de decirte.


EL CAPITÁN DEXTER

Digamos que eres un muchacho, que una noche azul de neblina sales a la ciudad. para encontrar diariamente lo inencontrable. Digamos que los vidrios burilados y el aserrín de los bares te llaman a la quietud. Y vas solo, infinitamente solo. Pero llevas contigo una flor que es extraña. La flor de lo que jamás fue tuyo: muchas veces el Amor es lejano.

El Capitán Dexter observó la red-spot del planeta Júpiter. Y luego el astro inmenso. Y sus lunas: los astros de Medicis. No sé cómo es el verso de Milton, pensó Dexter. Y recitó mentalmente, mientras corregía el rumbo mediente la ecuación de Lorenz.

Noche. Noche de esta
Tierra

Dí:

Quién eres tú
Eres el atardecer
De las praderas

O el País de Gales
Que he soñado
Cuando joven
Y soñaba

______
El resultado fue \/ 0 0.001 aproximadamente, pero Dexter con la experiencia de la juventud transformó el aproximadamente en algo exacto. En el fondo Dexter era un astronauta ample est simple direct dans l'expression de l'idèe.

Había sido entrenado en la Escuela de Astronautas Exteriores donde fueron sus maestros un indio navajo y un ex-profesor de Armonía Tonal, quien abandonó la música por las matemáticas puras.

Ce n'est past fortuitament que el capítulo concluya aquí.

En: El curvado universo

Y la poesía

Continúa mientras
Existe un Tiempo
Al cual, pleno de espejos,
De Agua, de rocío,
Elevamos hacia el aire.
Merced del Sol.
Es ésta. Y merced
Del corazón humano
Que no muere
Tiempo hay en Lima
De la bruma, tiempo
De la niebla, del sol,
Del fango, de la acacia,
Del césped, de la verde
Primavera que tanto
Hemos soñado
He aquí el Amor
Dijo un Poeta en Lima

          En: La avenida del Cloro Eterno

SI VEO ante mí, descender

SI VEO ante mí, descender
¿O ascender?
Los ríos, flores del sol,
Las luces del Estadio
En medio de la bruma

En medio de la bruma
Sueño con la neblina
El humo el océano
Las rosas elevándose

En el áspera rama
Del estante umbrío
Del estanque claro
En Lima mi esbelta

Mi ciudad donde tu cuerpo
Mi ciudad donde tu alma
Y juntos y bebiendo
Los refrescos de la niebla

Viendo atardecer
Junto a la mar gigantesco
Que ha dejado
En el muelle cristalino

Donde anduve ...
De algo me hablas
Pero el estruendo de tu corazón
Te oculta

          En: La playa inexistente

QUE es lo que ellos

QUE es lo que ellos
saben del amor
y qué es lo que
ellos pueden comprender

Si no comprenden más
La Poesía que es
si no entienden la
Música, qué podrán
comprender de ésta
pasión comparada
la cual es la rosa
grosera y la violeta
tan sólo un trueno

          En: Ultimo cuaderno

domingo, 12 de abril de 2009

El lugar sin límites de José Donoso (fragmento)

9:30

CAPÍTULO I

La Manuela despegó con dificultad sus ojos lagañosos, se estiró apenas y volcándose hacia el lado opuesto de donde dormía la Japonesita, alargó la mano para tomar el reloj. Cinco para las diez. Misa de once. Las lagañas latigudas volvieron a sellar sus párpados en cuanto puso el reloj sobre el cajón junto a la cama. Por lo menos media hora antes que su hija le pidiera el desayuno. Frotó la lengua contra su encía despoblada: como aserrín caliente y la respiración de huevo podrido. Por tomar tanto chacolí para apurar a los hombres y cerrar temprano. Dio un respingo —¡claro!—, abrió los ojos y se sentó en la cama: Pancho Vega andaba en el pueblo. Se cubrió los hombros con el chal rosado revuelto a los pies del lado donde dormía su hija. Sí. Anoche le vinieron con ese cuento. Que tuviera cuidado porque sacaron la ropa y poniéndole su famoso vestido de española a la fuerza se lo rajaron entero. Habían comenzado a molestar a la Japonesita cuando llegó don Alejo, como por milagro, como si lo hubieran invocado. Tan bueno él. Si hasta cara de Tatita Dios tenía, con sus ojos como de loza azulina y sus bigotes y cejas de nieve.
Se arrodilló para sacar sus zapatos de debajo del catre y se sentó en la orilla para ponérselos. Había dormido mal. No sólo el chacolí, que hinchaba tanto. Es que quién sabe por qué los perros de don Alejo se pasaron la noche aullando en la viña... Iba a pasarse el día bostezando y sin fuerza para nada, con dolores en las piernas y en la espalda. Se amarró los cordones lentamente, con rosas dobles... al arrodillarse, allá en el fondo, debajo del catre, estaba su maleta. De cartón, con la pintura pelada y blanquizca en los bordes, amarrada con un cordel: contenía todas sus cosas. Y su vestido. Es decir, lo que esos brutos dejaron de su vestido tan lindo. Hoy, junto con despegar los ojos, no, mentira, anoche, quién sabe por qué y en cuanto le dijeron que Pancho Vega andaba en el pueblo, le entró la tentación de sacar su vestido otra vez. Hacía un año que no lo tocaba. ¡Qué insomnio, ni chacolí agriado, ni perros, ni dolor en las costillas! Sin hacer ruido para que su hija no se enojara, se inclinó de nuevo, sacó la maleta y la abrió. Un estropajo. Mejor ni tocarlo. Pero lo tocó. Alzó el corpiño... no, parece que no está tan estropeado, el escote, el sobaco... componerlo. Pasar la tarde de hoy domingo cosiendo al lado de la cocina para no entumirme. Jugar con los faldones y la cola, probármelo para que las chiquillas me digan de dónde tengo que entrarlo porque el año pasado enflaquecí tres kilos. Pero no tengo hilo. Arrancando un jironcito del extremo de la cola se lo metió en el bolsillo. En cuanto le sirviera el desayuno a su hija iba a alcanzar donde la Ludovinia para ver si entre sus cachivaches encontraba un poco de hilo colorado, del mismo tono. O parecido. En un pueblo como la Estación El Olivo no se podía ser exigente. Volvió a guardar la maleta debajo del catre. Sí, donde la Ludo, pero antes de salir debía cerciorarse de que Pancho se había ido, si es que era verdad que anoche estuvo. Porque bien podía ser que hubiera oído esos bocinazos en sueños como a veces durante el año le sucedía oír su vozarrón o sentir sus manos abusadoras, o que sólo hubiera imaginado los bocinazos de anoche recordando los del año pasado. Quién sabe. Tiritando se puso la camisa. Se arrebozó en el chal rosado, se acomodó sus dientes postizos y salió al patio con el vestido colgado al brazo. Alzando su pequeña cara arrugada como una pasa, sus fosas nasales negras y pelosas de yegua vieja se dilataron al sentir en el aire de la mañana nublada el aroma que deja la vendimia recién concluida.
Semidesnuda, llevando una hoja de periódico en la mano, la Lucy salió como una sonámbula de su pieza.
— ¡Lucy!
Va apurada: tan traicioneros los vinos nuevos. Se encerró en el retrete que cabalga a la acequia del fondo del patio, junto al gallinero. Pero no, no voy a mandar a la Lucy. A la Clotilde si.
— ¡Oye, Cloty!
...con su cara de imbécil y sus brazos flacuchentos hundidos en el jaboncillo de la artesa entre el reflejo de las hojas del parrón.
—Mira, Cloty...
—Buenos días.
— ¿Dónde anda la Nelly?
—En la calle, jugando con los chiquillos de aquí del lado. Tan buena con ella que es la señora, sabiendo lo que una es y todo...
Puta triste, puta de mal agüero. Se lo dijo a la Japonesita cuando asiló a la Clotilde hacía poco más de un mes. Y tan vieja. Quién iba a querer pasar para adentro con ella. Aunque en la noche, embrutecidos por el vino y con la piel hambrienta de otra piel, de cualquier piel con tal que fuera caliente y que se pudiera morder y apretar y lamer, los hombres no se daban cuenta ni con qué se acostaban, perro, vieja, cualquier cosa. La Clotilde trabajaba como una mula, sin protestar ni siquiera cuando la mandaban a arrastrar las javas de Cocacola de un lado para otro. Anoche le fue mal. Tenía entusiasmo el huaso gordo, pero cuando la Japonesita anunció que iba a cerrar, en vez de irse a la pieza con la Cloty dijo que iba a salir a la calle a vomitar y no volvió. Por suerte que ya había pagado el consumo.
—Quiero mandarla. ¿No ves que si Pancho anda por ahí no voy a poder ir a misa? Dile a la Nelly que se asome en toditas las calles y que me venga a avisar si ve el camión. Ella sabe, ese colorado. ¿Cómo me voy a quedar sin misa?
La Clotilde se secó las manos en su delantal.
—Ya voy.
— ¿Hiciste fuego en la cocina?
—Todavía no.
—Entonces convídame unas brasitas para hacerle el desayuno a la niña.
Al agacharse sobre el brasero de la Clotilde preparándole el desayuno al alba después de trabajar toda la noche, con las ventoleras que entraban al salón por las ranuras de la calamina mal atornillada, donde las tejas se corrieron con el terremoto. A la Clotilde le iba tan mal en el salón que podía dejarla para sirviente. Y a la Nelly para los recados, y cuando creciera... Sí, que la Clotilde les llevara el desayuno a la cama. Qué otro trabajo quería a su edad. Además, no era floja como las demás putas. La Lucy regresó a su pieza. Allí se echaría en su cama con las patas embarradas como una perra y se pasaría toda la tarde entre las sábanas inmundas, comiendo pan, durmiendo, engordando. Claro que por eso tenía tan buena clientela. Por lo gorda. A veces un caballero de lo más caballero hacía el viaje desde Duao para pasar la noche con ella. Decía que le gustaba oír el susurro de los muslos de la Lucy frotándose, blancos y blandos al bailar. Que a eso venía. No como la Japonesita que aunque quisiera ser puta la pobre, no le resultaría por lo flaca. Pero como patrona era de lo mejor. Eso no podía negarse. Tan ordenada y ahorrativa. Y todos los lunes en la mañana se iba a Talca en el tren a depositar las ganancias en el banco. Quién sabe cuánto tenía guardado. Nunca quiso decirle, aunque esa plata era tan suya como de la Japonesita. Y quién sabe qué iba a hacer con ella porque de gozar no la gozaba. Jamás se compraba un vestido. ¡Qué! ¡Vestido! Ni siquiera quería comprar otra cama para dormir cada una en la suya. Anoche por ejemplo. No durmió nada. Tal vez por los perros de don Alejandro ladrando en la viña. ¿O soñaría? Y los bocinazos. En todo caso, a su edad, dormir con una mujer de dieciocho años en la misma cama no era agradable.
Puso el platillo del pan encima de la taza humeante, y salió. La Clotilde, lava que te lava, le gritó que la Nelly ya había ido a ver. La Manuela no le respondió ni le dio las gracias, sino que acercándose para ver si estaba lavando ropa de las otras putas, alzó sus cejas delgadas como hilos, y mirándola con los ojos fruncidos de fingida pasión, entonó:

Veredaaaaaaaa
tropicaaaaaaaaaaa - aal.


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