sábado, 30 de agosto de 2008

Semblanzas Profundas: Omar Cáceres.

17:43

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La imagen que nos queda del talentoso poeta Omar Cáceres, escritor de intensa pero escasa obra nacido en Cauquenes en 1904, se enmarca dentro de un halo de fugacidad y misterio. Quienes lo conocieron entre los años treinta y cuarenta, antes de su crudo deceso, lo recuerdan en términos que aluden de forma coincidente a su carácter fantasmal.

Volodia decía que lo veía avanzar con la elegancia de un espectro, Sabella que le dedico el número cinco de su revista Hacia, agregó que el poeta asistía como entre brumas a la conversación. Finalmente Miguel Serrano, quien lo conociese de cerca, resalta la desolación que acompañaba a Cáceres, ya fuera al recitar, al moverse y lo retrata bajo un aura de impenetrabilidad gélida e irrespirable, como un aliento de soledad y muerte, una presencia cósmica. Destacamos la visión personal del autor en la siguiente frase:

Hollarán conmigo la soledad en que he abierto una nueva salida hacia las cosas

Voz Caceriana condenada al olvido la cual, paradójicamente, se torna de culto. Ella es tributaria del génesis de un único y gran libro “Defensa del ídolo” , publicado originalmente en la capital el año 1934. Este título, una leyenda del malditismo poético nacional, tuvo muchas erratas y una modesta edición que sin embargo, no impidió el rescate y posterior difusión de la obra y la devoción que grandes como Pedro Lastra le han prodigado.

defensa.JPG En la actualidad encontramos variadas ediciones nacionales y extranjeras de “Defensa del Ídolo”, estas incluyen además comentarios críticos y alusiones a los problemas que hubo en torno a su prólogo, el cual conmino agonalmente a muchos poetas de la época. De manera que, podemos sin vacilación señalar que Cáceres fue considerado prematuramente uno de las importantes voces de la poesía chilena de los años 20 del siglo recién pasado. Aparece de forma lúcida dentro de la polémica Antología de poesía Chilena Nueva de Anguita y Teitelboim junto al imaginista Ángel Cruchaga Santa María, Humberto Díaz Casanueva, Rosamel del Valle y los consagrados de Rokha, Neruda y Huidobro.

El joven poeta, marcado por la vanguardia profunda de ese entonces, logró la admiración y envidia de muchos, pues ha sido él único escritor nacional prologado por Vicente Huidobro. A su regreso de Francia, el epónimo creacionista le dedicó una verdadera apología que iluminaba sus rumbos poéticos

"Estamos en presencia de un verdadero poeta, es decir, no del cantor para los oídos de la carne, sino del cantor para los oídos del espíritu. Estamos en presencia de un descubridor, un descubridor del mundo y de su mundo interno".

Estas elogiosas palabras, produjeron resquemor entre el autor de Altazor y el padre de Gemidos y la editorial Multitud, Pablo de Rokha, quien también tenía un umbral destinado al texto de Cáceres, en su particular estilo, de Rokha dijo de Cáceres:

“No es la norma fluida y fácil; es la construcción estricta, dura, eximia, del cristal que siempre deviene en geometría de calidad… en anhelo de subordinación a la matemática del instinto… Aquella flor cerebral termina recogiendo lo cósmico del ser consciente. Su luz abstracta, caminando por lo subterráneo del hombre, partió en triángulos trágicos todo lo redondo y giratorio. Ahora, en la periferia expresiva, esos vértices clavan… Hoy, el lenguaje durísimo, logrado a expensas del asesinato de los sentimientos en homenaje a un orden único de materia buscada y hallada en la disciplina más definida: “Defensa del ídolo”… Adentro de aquel recinto de maquinarias, la muy delgada atmósfera atraca la garganta y el orden adquiere su terrible y flagrante predominio… Pero es tan insistente en Cáceres la dirección que imprime la dignidad y la ansiedad arquitectónica que el manantial interno no se demuestra en la frecuencia caudalosa, sino en la presencia restringida, difícil, trabajada y solitaria del hecho artístico… Más que un artista realizado (como Goethe que trabaja lo universal), es, aun, el artífice neogótico, más que un artista verificado, de gran envergadura épica; es, aun, el orfebre y el ardiente miniaturista de la limpia alcurnia…

Al final, el autor prefirió desecharla, las causas, como casi todo en el poeta, esta vedado por un tamiz de bruma, aunque se especula sobre el desagrado de Cáceres ante los duros comentarios e intención que subyace en el prefacio del amigo Piedra.

Al respecto podemos recalcar que el sepulcral hombre fue un rígido perfeccionista. Esta actitud lo llevo a un rechazo extremo hacía su publicación, al punto que, recién salida de la imprenta, tajante se decidió a quemarla en el jardín de su hogar. Los remanentes tras su violenta reacción, dejan diseminadas algunas copias de su obra, los originales se conservan en la Biblioteca Nacional y a partir de estos se ha podido comunicar su trabajo a la posteridad. Hoy podemos disfrutar del poemario “Defensa del Ídolo” reeditado y listo a ser actualizado por nuevas generaciones de lectores. Acompañamos uno de sus poemas.

Anclas opuestas

Ahora que el camino ha muerto,
y que nuestro automóvil reflejo lame su fantasma,
con su lengua atónita,
arrancando bruscamente la venda de sueño
de las súbitas, esdrújulas moradas,
hollando el helado camino de las ánimas,
enderezando el tiempo y las colinas, igualándolo todo,
con su paso acostado;
como si girásemos vertiginosamente en la espiral de nosotros mismos,
cada uno de nosotros se siente solo, estrechamente solo,
Oh, amigos infinitos.
(100, 200, 300,
miles de kilómetros, tal vez).
El motor se aísla.
La vida pasa.
La eternidad se agacha, se prepara,
recoge el abanico que del nuevo aire le regala nuestra marcha;
en tanto que enterrando su osamenta de kilómetros y kilómetros,
los cilindros de nuestro auto depáranse a la zona de nuestros propios muertos;
he ahí a los antiguos héroes dirigiéndonos sus sonrisas de altivos y próximos espejos;
mas, junto a ellos, también resiéntense,
los rostros de nuestros amigos,
los de nuestros enemigos,
y los de todos los hombres desaparecidos;
nuestro automóvil les limpia el olvido con el roce delirante de sus hálitos.
Como esas manos de mármol que se saludan a la entrada de las tumbas,
nuestro automóvil seráfico ratifica el gran pacto,
que a ambos lados de la ruta, conjuradas,
atestiguan las súbitas, esdrújulas viviendas golpeándose entre sí...
Ahora que el camino ha muerto,
y que nuestro automóvil reflejo lame su fantasma,
con su lengua atónita,
como si girásemos vertiginosamente en la espiral de nosotros mismos,
cada uno de nosotros se siente solo, indescriptiblemente solo,
¡oh amigos infinitos!

(Defensa del Ídolo Santiago 1934)

A las conclusiones o perspectivas que podamos llegar a través de esta obra, hay que añadir el estudio de material inédito, bosquejo original de Defensa del Ídolo el cual cuenta con otro orden y ligeras variaciones, además hay bitácoras y series de poemas que quedaron en el tintero o bajo una fase de revisión; estos documentos, recuperados en los últimos años, permitirán arrojar luces no sólo respecto al trabajo poético de Cáceres sino contingentes al fructífero periodo que experimentó nuestra literatura, especialmente la poesía a comienzos del siglo veinte.

Valioso material que indudablemente precede y complementa la entrega original de su obra, pues entre sus tesoros hay un cuaderno fechado en Santiago el 23 de abril de 1919 y en Rancagua el 19 de noviembre 1921, en él, junto a unos poemas, aparece el siguiente epígrafe, “cuando nada se espera de la vida, algo debe esperarse de la muerte”, desde aquel silencio de lo incierto, se dibuja el trágico destino del escritor que no podemos obviar. Su asesinato aún no ha sido resuelto. Acaecido en agosto de 1943, el occiso fue encontrado sin identificación, cerca de un caudal de Santiago, se discute si el cadáver apareció en la ribera del Mapocho o en una zanja de un canal de regadío en la comuna de Renca. El sombrío crimen se explica como un asalto, pues pretendían arrebatarle el violín, afición que se vincula a otro mito Caceriano, su pertenencia a una orquesta de Ciegos, al igual que en la obra teatral del español Buero Vallejo, El Concierto de San Ovidio.

Esta situación sumada a las escasas y ambiguas noticias que hay sobre su adhesión al partido comunista llegando a ser propuesto como diputado y algunas faenas que lo ubican como juez del trabajo en San Antonio o burócrata municipal, a la par de su pertenencia a grupos místicos y cabalísticos extranjeros, han contribuido a alimentar el mito Kafkiano en torno a su persona, siendo para algunos, la leyenda, erróneamente amalgamada o impuesta por sobre el discurso lírico.

Como respuesta, considero, esencial exponer su poética, presente en la Antología de poesía chilena nueva. Titulada Yo, Viejas y nuevas Palabras. En ella se desnuda su leitmotiv creativo

Se, por fin, que lo que digo ya esta dicho; mis palabras solo me pertenecen.Pero, después de todo, mi grande emoción, la trágica experiencia de mi espíritu, son autenticas. Y ese es el punto de partida desde el cual y a través de esfuerzos mejores, los jóvenes que verdaderamente odiamos el pasado y el presente, a fuerza de amar el porvenir, lograremos, si no alcanzar, por lo menos preparar, aquel vasto equilibrio que habrá de liberar a la humanidad, haciéndola revelarse a si misma en su esencia mas intima."

Por tanto, en esta materia parece más válido pensar en términos de Harold Bloom, critico norteamericano deconstructivista y poseedor de una particular teoría poética, y afirmar que Cáceres lanzó su lamento personal en búsqueda de un significado más allá de la forma y logró brillar con un rápido destello, un espectral centellear del tropo, de la figura y las ataduras simbólicas de su tiempo, de su generación y la influencia o más bien “influenza viral” de los que lo anteceden y los que se aproximan a su trabajo de forma superficial en busca de escándalo y morbo.

La voz especialista de Sabella, al respecto sirve de conclusión y bofetada a la siempre tan invocada inmortalidad y ánimo de figuración “Es curioso –curiosidad de perogrullo- comprobar una vez más que el poeta con su obra tiene la posibilidad de supervivir, a la luz o en las sombras. Es el destino que buscan los artistas: la eternidad. Muchos lo consiguen, otros no. Los textos de Omar Cáceres siempre han estado al alcance. Él no vino a nosotros. Nosotros lo hemos buscado. Y él, como actuó en su vida, asoma su rostro 'blanqueado por los huracanes'”.

Autor: Daniel Rojas Pachas

Publicado en: Cinosargo.


miércoles, 27 de agosto de 2008

El escudo de la ciudad

22:26

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El escudo de la ciudad
Franz Kafka


En un principio no faltó la organización en las disposiciones para construir la Torre de Babel; de hecho, quizás el orden era excesivo. Se pensó demasiado en guías, intérpretes, alojamientos para obreros y vías de comunicación, como si se dispusiera de siglos. En esos tiempos, la opinión general era que no se podía construir con demasiada lentitud; un poco más y hubieran abandonado todo, y hasta desistido de echar los cimientos. La gente razonaba de esta manera: lo esencial de la empresa es el pensamiento de construir una torre que llegue al cielo. Lo demás es del todo secundario. Ese pensamiento, una vez comprendida su grandeza, es inolvidable: mientras haya hombres en la tierra, existirá también el fuerte deseo de terminar la torre. Por consiguiente no debe preocuparnos el futuro. Al contrario: el saber de los hombres adelanta, la arquitectura ha progresado y seguirá progresando; de aquí a cien años el trabajo para el que precisamos un año se hará tal vez en pocos meses, y más resistente, mejor. Entonces, ¿a qué agotarnos ahora? Eso tendría sentido si cupiera la esperanza de que la torre quedará terminada en el espacio de una generación. Esa esperanza era imposible. Lo más creíble era que la nueva generación, con sus conocimientos superiores, condenara el trabajo de la generación anterior y demoliera todo lo adelantado, para recomenzar. Tales pensamientos paralizaron las energías, y se pensó menos en construir la torre que en construir una ciudad para los obreros. Cada nacionalidad quería el mejor barrio, y esto dio lugar a disputas que culminaban en peleas sangrientas. Esas peleas no tenían fin; algunos dirigentes opinaban que demoraría muchísimo la construcción de la torre y otros que más valía aguardar que se reestableciera la paz. Pero no sólo en pelear pasaban el tiempo; en las treguas se dedicaban a embellecer la ciudad, lo que provocaba nuevas envidias y nuevas peleas. Así pasó la era de la primera generación, pero ninguna de las siguientes fue distinta; sólo aumentó la destreza técnica y con ella el ansia guerrera. Aunque la segunda o tercera generación reconoció la insensatez de una torre que llegara hasta el cielo, ya estaban demasiado comprometidos para abandonar los trabajos y la ciudad.

El vaticinio de que cinco golpes sucesivos de un puño gigantesco aniquilarán la ciudad, está presente en todas las leyendas y cantos de esa ciudad. Por esa razón el escudo de armas de la ciudad incluye un puño.


lunes, 25 de agosto de 2008

China por José Donoso

21:22

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China
José Donoso


Por un lado el muro gris de la Universidad. Enfrente, la agitación maloliente de las cocinerías alterna con la tranquilidad de las tiendas de libros de segunda mano y con el bullicio de los establecimientos donde hombres sudorosos horman y planchan, entre estallidos de vapor. Más allá, hacia el fin de la primera cuadra, las casas retroceden y la acera se ensancha. Al caer la noche, es la parte más agitada de la calle. Todo un mundo se arremolina en torno a los puestos de fruta. Las naranjas de tez áspera y las verdes manzanas, pulidas y duras como el esmalte, cambian de color bajo los letreros de neón, rojos y azules. Abismos de oscuridad o de luz caen entre los rostros que se aglomeran alrededor del charlatán vociferante, engalanado con una serpiente viva. En invierno, raídas bufandas escarlatas embozan los rostros, revelando sólo el brillo torvo o confiado, perspicaz o bovino, que en los ojos señala a cada ser distinto. Uno que otro tranvía avanza por la angosta calzada, agitando todo con su estruendosa senectud mecánica. En un balcón de segundo piso aparece una mujer gruesa envuelta en un batón listado. Sopla sobre un brasero, y las chispas vuelan como la cola de un cometa. Por unos instantes, el rostro de la mujer es claro y caliente y absorto.

Como todas las calles, ésta también es pública. Para mí, sin embargo, no siempre lo fue. Por largos años mantuve el convencimiento de que yo era el único ser extraño que tenía derecho a aventurarse entre sus luces y sus sombras.

Cuando pequeño, vivía yo en una calle cercana, pero de muy distinto sello. Allí los tilos, los faroles dobles, de forma caprichosa, la calzada poco concurrida y las fachadas serias hablaban de un mundo enteramente distinto. Una tarde, sin embargo, acompañé a mi madre a la otra calle. Se trataba de encontrar unos cubiertos. Sospechábamos que una empleada los había sustraído, para llevarlos luego a cierta casa de empeños allí situada. Era invierno y había llovido. Al fondo de las bocacalles se divisaban restos de luz acuosa, y sobre los techos cerníanse aún las nubes en vagos manchones parduscos. La calzada estaba húmeda, y las cabelleras de las mujeres se apegaban, lacias, a sus mejillas. Oscurecía.

Al entrar por la calle, un tranvía vino sobre nosotros con estrépito. Busqué refugio cerca de mi madre, junto a una vitrina llena de hojas de música. En una de ellas, dentro de un óvalo, una muchachita rubia sonreía. Le pedí a mi madre que me comprara esa hoja, pero no prestó atención y seguimos camino. Yo llevaba los ojos muy abiertos. Hubiera querido no solamente mirar todos los rostros que pasaban junto a mí, sino tocarlos, olerlos, tan maravillosamente distintos me parecían. Muchas personas llevaban paquetes, bolsas, canastos y toda suerte de objetos seductores y misteriosos. En la aglomeración, un obrero cargado de un colchón desarregló el sombrero de mi madre. Ella rió, diciendo:

-¡Por Dios, esto es como en la China!

Seguimos calle abajo. Era difícil eludir los charcos en la acera resquebrajada. Al pasar frente a una cocinería, descubrí que su olor mezclado al olor del impermeable de mi madre era grato. Se me antojaba poseer cuanto mostraban las vitrinas. Ella se horrorizaba, pues decía que todo era ordinario o de segunda mano. Cientos de floreros de vidrio empavonado, con medallones de banderas y flores. Alcancías de yeso en forma de gato, pintadas de magenta y plata. Frascos de bolitas multicolores. Sartas de tarjetas postales y trompos. Pero sobre todo me sedujo una tienda tranquila y limpia, sobre cuya puerta se leía en un cartel: "Zurcidor Japonés".

No recuerdo lo que sucedió con el asunto de los cubiertos. Pero el hecho es que esta calle quedó marcada en mi memoria como algo fascinante, distinto. Era la libertad, la aventura. Lejos de ella, mi vida se desarrollaba simple en el orden de sus horas. El "Zurcidor Japonés", por mucho que yo deseara, jamás remendaría mis ropas. Lo harían pequeñas monjitas almidonadas de ágiles dedos. En casa, por las tardes, me desesperaba pensando en "China", nombre con que bauticé esa calle. Existía, claro está, otra China. La de las ilustraciones de los cuentos de Calleja, la de las aventuras de Pinocho. Pero ahora esa China no era importante.

Un domingo por la mañana tuve un disgusto con mi madre. A manera de venganza fui al escritorio y estudié largamente un plano de la ciudad que colgaba de la muralla. Después del almuerzo mis padres habían salido, y las empleadas tomaban el sol primaveral en el último patio. Propuse a Fernando, mi hermano menor:

-¿Vamos a "China"?

Sus ojos brillaron. Creyó que íbamos a jugar, como tantas veces, a hacer viajes en la escalera de tijeras tendida bajo el naranjo, o quizás a disfrazarnos de orientales.

-Como salieron -dijo-, podemos robarnos cosas del cajón de mamá.

-No, tonto -susurré-, esta vez vamos a IR a "China".

Fernando vestía mameluco azulino y sandalias blancas. Lo tomé cuidadosamente de la mano y nos dirigimos a la calle con que yo soñaba. Caminamos al sol. Íbamos a "China", había que mostrarle el mundo, pero sobre todo era necesario cuidar de los niños pequeños. A medida que nos acercamos, mi corazón latió más aprisa. Reflexionaba que afortunadamente era domingo por la tarde. Había poco tránsito, y no se corría peligro al cruzar de una acera a otra.

Por fin alcanzamos la primera cuadra de mi calle.

-Aquí es -dije, y sentí que mi hermano se apretaba a mi cuerpo.

Lo primero que me extrañó fue no ver letreros luminosos, ni azules, ni rojos, ni verdes. Había imaginado que en esta calle mágica era siempre de noche. Al continuar, observé que todas las tiendas habían cerrado. Ni tranvías amarillos corrían. Una terrible desolación me fue invadiendo. El sol era tibio, tiñendo casas y calle de un suave color de miel. Todo era claro. Circulaba muy poca gente, éstas a paso lento y con las manos vacías, igual que nosotros.

Fernando preguntó:

-¿Y por qué es "China" aquí?

Me sentí perdido. De pronto, no supe cómo contentarlo. Vi decaer mi prestigio ante él, y sin una inmediata ocurrencia genial, mi hermano jamás volvería a creer en mí.

-Vamos al "Zurcidor Japonés" -dije-. Ahí sí que es "China".

Tenía pocas esperanzas de que esto lo convenciera. Pero Fernando, quien comenzaba a leer, sin duda lograría deletrear el gran cartel desteñido que colgaba sobre la tienda. Quizás esto aumentara su fe. Desde la acera de enfrente, deletreó con perfección. Dije entonces:

-Ves, tonto, tú no creías.

-Pero es feo -respondió con un mohín.

Las lágrimas estaban a punto de llenar mis ojos, si no sucedía algo importante, rápida, inmediatamente. ¿Pero qué podía suceder? En la calle casi desierta, hasta las tiendas habían tendido párpados sobre sus vitrinas. Hacia un calor lento y agradable.

-No seas tonto. Atravesemos para que veas -lo animé, más por ganar tiempo que por otra razón. En esos instantes odiaba a mi hermano, pues el fracaso total era cosa de segundos.

Permanecimos detenidos ante la cortina metálica del "Zurcidor Japonés". Como la melena de Lucrecia, la nueva empleada del comedor, la cortina era una dura perfección de ondas. Había una portezuela en ella, y pensé que quizás ésta interesara a mi hermano. Sólo atiné a decirle:

-Mira... -y hacer que la tocara.

Se sintió un ruido en el interior. Atemorizados, nos quitamos de enfrente, observando cómo la portezuela se abría. Salió un hombre pequeño y enjuto, amarillo, de ojos tirantes, que luego echó cerrojo a la puerta. Nos quedamos apretujados junto a un farol, mirándole fijamente el rostro. Pasó a lo largo y nos sonrió. Lo seguimos con la vista hasta que dobló por la calle próxima.

Enmudecimos. Sólo cuando pasó un vendedor de algodón de dulces salimos de nuestro ensueño. Yo, que tenía un peso, y además estaba sintiendo gran afecto hacia mi hermano por haber logrado lucirme ante él, compré dos porciones y le ofrecí la maravillosa sustancia rosada. Ensimismado, me agradeció con la cabeza y volvimos a casa lentamente. Nadie había notado nuestra ausencia. Al llegar Fernando tomó el volumen de "Pinocho en la China" y se puso a deletrear cuidadosamente.

Los años pasaron. "China" fue durante largo tiempo como el forro de color brillante en un abrigo oscuro. Solía volver con la imaginación. Pero poco a poco comencé a olvidar, a sentir temor sin razones, temor de fracasar allí en alguna forma. Más tarde, cuando el mundo de Pinocho dejó de interesarme, nuestro profesor de box nos llevaba a un teatro en el interior de la calle: debíamos aprender a golpearnos no sólo con dureza, sino con técnica. Era la edad de los pantalones largos recién estrenados y de los primeros cigarrillos. Pero esta parte de la calle no era "China". Además, "China" estaba casi olvidada. Ahora era mucho más importante consultar en el "Diccionario Enciclopédico" de papá las palabras que en el colegio los grandes murmuraban entre risas.

Más tarde ingresé a la Universidad. Compré gafas de marco oscuro.

En esta época, cuando comprendí que no cuidarse mayormente del largo del cabello era signo de categoría, solía volver a esa calle. Pero ya no era mi calle. Ya no era "China", aunque nada en ella había cambiado. Iba a las tiendas de libros viejos, en busca de volúmenes que prestigiaran mi biblioteca y mi intelecto. No veía caer la tarde sobre los montones de fruta en los kioscos, y las vitrinas, con sus emperifollados maniquíes de cera, bien podían no haber existido. Me interesaban sólo los polvorientos estantes llenos de libros. O la silueta famosa de algún hombre de letras que hurgaba entre ellos, silencioso y privado. "China" había desaparecido. No recuerdo haber mirado, ni una sola vez en toda esta época, el letrero del "Zurcidor Japonés".

Más tarde salí del país por varios años. Un día, a mi vuelta, pregunté a mi hermano, quien era a la sazón estudiante en la Universidad, dónde se podía adquirir un libro que me interesaba muy particularmente, y que no hallaba en parte alguna. Sonriendo, Fernando me respondió:

-En "China"...

Y yo no comprendí.



sábado, 23 de agosto de 2008

Semblanzas Profundas: Egon Wolff

19:21

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El dramaturgo chileno de origen alemán Egon Wolff nació en Santiago el año 1926. De profesión ingeniero químico, Wolff parecía como otros grandes de la escritura nacional e internacional, por citar algunos casos emblemáticos pensemos en Nicanor Parra y Ernesto Sábato, ambos físicos; predestinado a un mundo alejado de las letras, sin embargo como en el caso del antipoeta y el argentino, su sensibilidad y visión crítica, lograron torcer la mano de cualquier prejuicio y supuesto y más allá de las apariencias que deslindan sin mayor fundamento grandes áreas del conocimiento humano, surge la obra de quien a juicio de Woodyard “es sin lugar a dudas uno de los talentos más serios de la dramaturgia hispánica”. En similares términos se referirán al drama de Wolff, León Lyday en la serie nueve dramaturgos hispanoamericanos, antología del siglo XX, que incluye parte su obras, destacando la trilogía compuesta por Los Invasores (1963) Flores de papel (1970) y La balsa de la Medusa (1984) obras que logran conjugar el más crudo realismo con el plano del inconsciente sin abandonar jamás los límites de lo verosímil y una poderosa relación dialéctica con el lector y espectador, que debe tras la lectura o disfrute del montaje, reevaluar su código axiológico y responsabilidad social.

Al respecto, Osvaldo Obregón encargado de incluir la historia de Lucas Meyer, Los Invasores, en la antología, Tétre latino-americaine contemporaine (1940-1990) señala que “la gran cantidad de representaciones que consigue la obra alrededor del continente y el globo, es en virtud del admirable talento del escritor, capaz de representar el contraste entre la opulencia y miseria con una condenación explicita a la situación humana y mundial”. A ello hay que añadir el gran manejo estético y el desarrollo de técnicas que evidencian el carácter erudito de Wolff abarcador de muchas líneas creativas del arte y las letras.

Su trabajo nos pasea de forma versátil por distintas corrientes, expandiendo la opinión que la crítica ha sostenido al juzgar su obra como neo-realista o tributaria del realismo social psicológico. Si bien esa es una buena base para entender el carácter formal, retaguardista y conservador de parte del trabajo de Egon Wolff, pues el mismo reconoce sobre este: “yo vengo de una época en que el teatro tenia una estructura identificable, un símil con la realidad, el teatro era verosímil” (…) pese a tales declaraciones que se aúnan a su perspectiva crítica y celosa relativa a la puesta en escena de su trabajo, lo cual se contrapone al teatro actual, que es de superficies textuales, abiertas al ánimo del director, su creación no muere y se cierra en el hermetismo de la voz autoral, su contexto y la univocidad. Estos textos como verdaderos clásicos, se han vuelto realidades autotélicas, independientes y en ese grado, despliegan en su lectura un desafío que permite ricos debates con la teoría actual y las nuevas problemáticas de género, poder y heteroglosia. Eduardo Thomas en este campo destaca los niveles miméticos de la representación y la intertextualidad en la obra Cicatrices de 1994, lo cual permite cuestionar los marcos taxativos del realismo tradicional.

En un contrahaz al tecnicismo, el mero divertimento no emerge como la opción de Wolff, sus obras como él señala, ponen en evidencia el precario equilibrio del hombre, de su individualidad y a la vez del carácter gregario que nos hace animales políticos. La dramaturgia para Egon, es su forma de poner en evidencia esa homeostasis, la ruptura que hay entre el mundo privado y público, en el nos acomodamos y buscamos subsistir, Wolff entonces, quiere indagar en la pasividad, en los irresolutos en las piezas oscuras y abandonadas, abriendo a través del teatro puertas y ventanas, su arte es invasor, disruptor, por ello, siempre hay en sus hijos literarios, gente solitaria, familias en conflicto, seres al borde del abismo, escapando de la violencia, viviendo la represión, agotando el silencio ante la asfixia que consume. El orden aparece como neurosis y el caos como libertinaje, como armonía y la locura grita sin control desde el abismo que rehusamos ver para no ser consumidos.

“Desde muy niño y en distintas circunstancias de mi vida, me ha producido una suerte de encantamiento el descubrir el fascinante desdoblamiento de la personalidad que somos capaces de desarrollar los seres humanos, cada vez que debemos enfrentar nuestra alma privada con el ojo público”

Dice Wolf, semejante compromiso con la humanidad, con su arte e ideario personal lo han hecho blanco de los grandes discursos hegemónicos de su tiempo, los empresarios lo veían como una amenaza, los bloques comunistas pedían una resolución más drástica y explicita para sus obras, para Wolff, la solución no es política sino de catarsis moral, un llamado al perfeccionamiento humano.

El autor, no pierde el hilo conductor y la idea moral, teje cada voz contrapuesta y la construcción de un mundo en las acotaciones. Lo simbólico y el mundo onírico, lo expresionista, lo pictórico, el mundo del vodevil, del clown o payaso miserable que recuerda a otro grande del teatro Beckett o al padre de la patafísica, Jarry, pues Wolf maneja el absurdo, mas nunca deja que una ideología o tendencia lo gobierne, su trabajo remite a una idea personal, bajo una catarsis violenta de irrefrenable choque.

En definitiva, las obras de Wolff están cargadas de extrema sinceridad no sólo en la construcción acertada de los diálogos y la función de los acontecimientos, sino en el cuestionamiento filosófico que hace al penetrar en las represiones y culpas, en los miedos y pesadillas que desfiguran de manera grotesca, esperpéntica por llamar de algún modo la realidad interior de sus personajes en conflicto.

La autora Carola Oyarzun, realiza un gran trabajo sobre la concepción visual del autor, y como el grotesco, el expresionismo y la écfrasis como recurso de estilo, dota al autor de una interdiscursividad que comunica la literatura con la otra pasión de Wolff, la pintura. Esto podemos verlo en su obsesión por el diseño de espacios y vestuarios que en el lenguaje de acotaciones reatoalimenta las voces de los actantes y nos sitúa en verdaderos mundos sacados de la mente de Goya, Bacon, Munch o Ernst,. Estos espacios cerrados y periféricos junto a lo social lo vinculan además a otro grande de nuestras letras, José Donoso, lo cual no es mera coincidencia, ambos pertenecen a la prolífica generación en la cual se cuentan otros narradores como Lafourcade y Blanco y poetas como : Lihn y Teillier.

De manera que el inicio del Teatro de Wolff, cronológicamente podemos rastrearlo a mediados de la década del cincuenta, ese periodo para los especialistas fue un momento de gran importancia en la historia teatral del país, pues hubo un surgimiento importante de dramaturgos y las bases tanto actorales como en el montaje se vieron reafirmadas por el apoyo universitario. Wolff en ese panorama jugó un papel crucial, que junto a todo lo expuesto se condice de manera natural con la cantidad enorme de estudios que hay en torno a su trabajo, reconocimientos internacionales, inclusión en antologías clave del teatro y recopilaciones que se realizan para mantener vigente y en constante difusión su obra por la pertinencia y calidad que sostiene. Puesto en escena en Europa, Norteamérica, en distintos países del Continente y en Oriente, la obra de Wolff, nos demanda la tarea de buscarlo, indagar en la profundidad de sus ideas y seguir poniendo sobre las tablas, sus obras, a fin de estimular el ojo y la consciencia pública, que se resiste muchas veces a sentir y pensar.


Autor: Daniel Rojas Pachas

Publicado en: Cinosargo


viernes, 22 de agosto de 2008

La agonía del Rasu-Ñiti

15:21

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José María Arguedas
( 1911 - 1969 )
La agonía del Rasu-Ñiti


Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.

Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”1 .

Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.

Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.

La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.

— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.

Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.

Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.

“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

— ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

Corrieron las dos muchachas.

La mujer se acercó al marido.

—Bueno. ¡Wamani2 está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka3 que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

Ella levantó la cabeza.

—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.

Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.

Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

Las tres lo contemplaron, quietas.

—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.

—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.

Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.

El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.

“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.

Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”4, el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?

El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.

—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.

“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.

“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.

—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.

Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.

Se le paralizó una pierna

—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.

El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.

Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.

“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.

El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?

La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.

“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.

“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.

Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.

—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.

“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.

A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.

“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.

—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.

“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.

El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.

“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!

Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.

“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.

—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.

Nadie se movió.

Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.

“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.

—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!

“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.

(1961)





miércoles, 20 de agosto de 2008

Anverso Literario: Kenzaburo Oe, Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura.

14:23

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Apostillas sobre algunas obras de Nobeles Literarios - Segunda Entrega: Kenzaburo Oe, Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura.


La obra del nipón Kenzaburo Oe busca constituirse como una historia universal y acabada que se sitúa de manera original en el recorrido de pasajes solitarios en torno a una conciencia aún despierta al abrupto cambio cultural que ha sufrido su nación y que por ende, es protagonista de la fragmentación valórica de la misma.

El hombre gordo, protagonista o actante principal de la obra, “Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura” es un testigo presente de la forja incierta del futuro y víctima de las represiones pretéritas; producto ineludible de los errores y secretos familiares o comunitarios que generan vacíos y escamoteos extremos en una identidad, en este caso, la deshonra, la traición, la violencia y la mentira.

El rol del gordo, indispensable dentro de una alegoría antropológica como la de Oe, ve su acción delimitada en la conducta medianamente imparcial que este sostiene. Todavía no ha sido devorado por la alienante vorágine de consumo como Mori, su hijo enfermo y en apariencia, incapaz de entablar un vínculo concreto con la realidad actual y más aún, con la pasada. A diferencia de este, el gordo se halla dentro de sus facultades, es capaz de comunicarse con su entorno ya sea en forma retroactiva como proyectiva, por tanto, todavía tiene asiento en lo racional y esta gravemente atado a lo que fue y por mucho que se resista a ser como sus progenitores, el gordo es en gran medida víctima y efecto de las estructuras represivas de esa tradición, lo cual cierra el círculo metafórico de la fábula con el fantasma y sombra de infamia paterna y la demencia senil y aberrante de una madre que lo acusa y difama, aludiendo a una locura provocada por una sífilis contraída en el extranjero.


Bajo esos lindes, se desarrolla una historia en el margen inestable del absoluto y el incierto, posicionándonos en la crisis misma de la postmodernidad. Esta condición destruye el feudo racional y nos empuja al descreimiento y desfiguración de los valores jerárquicos, los tabúes y las máximas canonizadas que sustentan lo que se denomina equilibrio social o armonía para el inconsciente colectivo.

Oe plantea en sus páginas, la superación del placebo social que por largo tiempo sostuvimos como correas y represión a fin de mantener cohesionadas o mejor dicho coaccionadas las voluntades. Éramos tributarios de una razón social, de una causa y fin, de un sentido de propiedad y de valores absolutos. En tal grado, el tema último de este tratado ficcional sobre la insanidad, es la demencia que todos compartimos y heredemos y en la cual nos vemos atrapados, ya sea por causas que arrastramos o que no sabemos como enfrentar por temor a la repetición de fracasos o por la misma incomunicación que no somos capaces de soslayar en nuestras relaciones.


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Con la irrupción de una realidad paródica y deforme como Mori, se desnuda en extremo la incapacidad de hablar mas no de transmitir el autismo y gravar a otros con expectativas que oponen su carga sobre el pasado y presente. El hombre gordo o Japón, si queremos verlo así, se vuelve a causa de Mori, el puente perdido y frágil que busca desesperadamente, ya sea por altruismo, piedad o inercia, reconciliar estos dos universos paralelos sumamente desconectados. Los abuelos y nietos. La brecha generacional de cualquier forma se vuelve una cárcel, y el gordo esta en ese abismo como una existencia posicionada en los infranqueables límites de la desesperación.

Ese sentir abre heridas y dinamita vasos comunicantes entre un pasado cultural, llámese Japón feudal, lleno de ritualismos y códigos, en este caso fantasmas que se estructuran bajo el discurso de la madre, su silencio, sus agravios, sus amenazas, su afán de no revelar la verdad paterna, la crisis al interior de la familia, las mentiras y conspiraciones, ante un discurrir antagónico; la urbe en desarrollo, truncada en su posibilidades mientras no deshilvane su crisis, esos tumores que pueden rastrearse en el curso de la nación desde la bomba nuclear y su sumisión a otros imperios, en este caso los del capital que deforman su apariencia y capacidad de sustento autónomo, nos referimos al hijo, el pequeño niño gordo, ensimismado, mudo, que sólo se comunica con este ser semi-fragmentado que es el hombre gordo al cual le urge su grasa, esa obesidad, gran escollo en su búsqueda final de una respuesta que aclare el panorama que anhela no sólo él, sino el andamiaje colectivo al unir esos fragmentos o trozos indefinibles; remanentes represivos del ayer con el curso actual de la historia, pues si bien son piezas limitadas, no dejan de ser su única ventana al interior de su ser y al vínculo con el futuro que Mori, tristemente representa, al ser limitado e incapaz de sobrevivir, desinformado y desvinculado de los mecanismos axiológicos que permitieron por siglos sustentar a la humanidad, a su cultura.

El gordo quiere reivindicar y reconstruir este camino y ser el sostén de su hijo, para ello se desenvuelve en una realidad que muestra elementos de gran trivialidad, pero significativos. El reemplazar el sake por Pepsi, expone las grietas en la identidad, un presente sin rumbo, sin vísceras, inconsciente, y deforme, parodia inútil de lo que fue.

La riqueza narrativa de Oe, logra sin duda concretar una metáfora social exquisita, situada en el campo de la desrealización de una comunidad y la crisis que implica la adopción y desfiguración de arquetipos y paradigmas artificiales guiados por el capital. Una excelente pieza que sin embargo, no logra la universalidad con el lector. Su historia innegablemente plantea la situación presente y en desarrollo de las comunidades que alrededor del globo, han entrado al tráfico comercial exponiéndose al bombardeo mediático. En estas, debemos incluirnos y comprender como se destruye y reinventa el lenguaje y en tal grado la lógica, la cultura y los estamentos tal como los conocimos y si bien, estas vías alternas de pensamiento y acción, no son del todo negativas al ser salidas al chauvinismo y una apertura a nuevos modelos comunitarios, a veces más tolerantes. La crisis nos es menor pues involucra la descolocación y descentramiento de una gran masa social. Consciencias y espíritus edificados en base a una rigidez cultural.

Sin embargo “Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura”, muy circunscrita a la realidad y cosmovisión oriental y más específicamente a la japonesa de postguerra, sitúa al hombre gordo como un producto fiel de su medio, del devenir histórico. Obviamente ese transcurso no esta desvinculado de nosotros y el resto, el impacto mundial de Hiroshima es ineludible así como el hecho de que en mayor grado, como ellos, servimos de simples proveedores o basureros de la tecnología y cultura de consumo. Empero, la trama termina por volverse muy local, gravita en torno al pasado imperial de ese país y su crisis aun no superada en torno al ya mentado dilema nuclear. Podríamos hacer la analogía común con el tema de la conquista ibérica para los escritores continentales o a nivel nacional, refiriéndonos al golpe del 73, o el holocausto para los escritores judíos.

La inventio se vuelve un tópico y desde ese punto un refrito. Descendencias con malformaciones genéticas y miedos que se traspasan generacionalmente, una locura compartida y personalísima, que Oe demuestra no es privativa de su país y gente. Sino una endemia psicológica que nos fuerza a palear la locura y hacerla más llevadera. Esa situación, junto con el desarrollo del tema y el manejo del monólogo en tres estadios de concreción patológica, le dan un gran valor a su trabajo, reafirman su don narrativo, mas el desarrollo, probablemente por nuestros esquemas occidentales, es muy aséptico dentro de su ánimo carnavalesco y grotesco. Se torna distante, frió, impersonal, muy focalizado y en momentos casi anecdótico. Uno no llega a tomar por completo el peso a todo el potencial de la historia, más aun cuando el lector se anticipa a ciertos eventos.

Sin embargo la obra esta abierta a más de una lectura, la presente no es ni pretende de forma exclusiva cortar los límites de interpretación del texto, sin embargo considero es una exageración editorial el señalar que Oe es el sucesor directo de Dostoyevski, esta obra bien podría ser un capítulo perdido en una obra del ruso. Los soliloquios de Fiódor logran anticiparse a su tiempo y aún siguen siendo de manera irrestricta y verdaderamente universal con o sin premios encima, el continente que envuelve la decrepitud moral, la ambivalencia del juicio, la relatividad completa del axioma humano en todas sus dimensiones, y es que el tema de Oe a diferencia del discurso literario del ruso, si bien goza de un tratamiento peculiar y refrescante, sobre todo por los vasos comunicantes que su cosmovisión puede entablar con la nuestra considerando además que fue escrita a mediados de los setenta (en esa medida se rescata su posibilidad de trascender a su medio inmediato), fuera de lo intercultural; el hombre gordo es tan sólo una metáfora sociológica de un Japón escindido como cualquier otra comunidad global hoy en día. Periodo en que las culturas más tradicionales o cerradas, se debaten ante la avanzada tecnológica y el imperio del mass media y sus arquetipos, viendo como sus descendientes pierden cada vez, de forma más vertiginosa, toda relación y adhesión a lo que estos evidencian como un pasado de gloria y la forma más autentica de hallar una ligazón o férrea constitución valórica y de pensamiento.

Un gran ejercicio narrativo, con puntos altos, con elementos desafiantes y novedosos para el lector promedio, pero una desilusión para quienes esperan que un nobel (aunque este y ningún premio en realidad, sea garantía de calidad), al menos refleje mayormente el tan mentado slogan de ”a quien haya producido en el campo de la literatura la obra más destacada, en la dirección ideal” Sobre todo si se le carga con la osada valoración critica y editorial de alcanzar el genio de Faulkner y Dostoyevski.

Autor: Daniel Rojas

Publicado en: Cinosargo


martes, 19 de agosto de 2008

Daniel Rojas: Estudioso y Difusor de la Palabra

19:57




Daniel Rojas: Estudioso y Difusor de la Palabra

Categorías: Columna - Cultura - Nacional

Nota aparecida en el transcurso de la semana en distintos diarios digitales del país como: El Observatodo, el Naveghable, el Repuertero, el Rancahuaso, La opiñón y el Amaule.


Daniel Rojas Pachas es un excelente estudioso de la literatura. Sus textos llenos de sabiduría ya se han hecho una constante en diversos medios digitales. Por: José Martínez Fernández.

Escrito por José Martínez Fernández

Hará ya algunos meses un artículo literario publicado en El Morrocotudo me sorprendió. Mostraba el texto alta calidad en el uso lexical; además de un conocimiento literario importantísimo: Varios autores salían citados y existía un estudio inteligente de las obras de esos creadores.

Lo firmaba Daniel Rojas y al lado de su nombre estaba una fotografía suya. Era joven, muy joven. Mayor sorpresa aún para mí. Un cronista que empezaba nos mostraba un camino de sabiduría.

Pero una vez, es una. Sin embargo siguieron apareciendo artículos firmados por Daniel Rojas, y todos, TODOS, tenían una altísima calidad escritural y seguían mostrando conocimientos mayores.

Más tarde supe más de Daniel Rojas. Su segundo apellido era Pachas, y era, profesor de Castellano.

No he leído completa todas las crónicas de Daniel Rojas Pachas. Por falta de tiempo, por carecer de Internet en casa. Pero le he revisado bastante sus textos que ahora se publican en varios diarios digitales.

Y siempre, SIEMPRE, estoy encontrándome con su sabiduría. Creo que está destinado a ser uno de los grandes estudiosos que Chile le dará a la literatura.

Hombre joven, gentil, recién lo vine a conocer personalmente a comienzos de julio en Arica. No lo he vuelto a ver. Ni en los días siguientes que estuve en mi tierra, y menos ahora, que estoy en Perú.

Pero suelo leerlo con constancia en los medios digitales y en la excelente revista literaria que creó en el mundo de Internet.

A quienes quieran estar al día con las palabras de autores de muchas partes del mundo y de diferentes épocas yo recomiendo esa revista: www.cinosargo.cl.kz

Es un extraordinario aporte a la literatura.

Daniel Rojas Pachas es, sin lugar a dudas, el mejor estudioso literario que ha surgido en el norte de Chile en el último lustro. Y –aparte de esa gracia- es un buen poeta.



domingo, 17 de agosto de 2008

Estrenamos nuestro tercer número de Cinosargo

18:37

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HEMOS CUMPLIDO NUESTRO TERCER MES DE EXISTENCIA, POR TANTO, ENTREGAMOS EN FORMATO PDF NUESTRO TERCER NÚMERO DE CINOSARGO, EDICIÓN JULIO 2008.


CINOSARGO EDICIÓN DE JUNIO 2008 NÚMERO II. LEER O DESCARGAR


EN LA REVISTA ENCONTRARÁ EL CONTENIDO MÁS RELEVANTE DE ESE PERIODO, PRESENTE EN LA WEB www.cinosargo.cl.kz PERO ESTRUCTURADO BAJO LA MODALIDAD TRADICIONAL DE PUBLICACIÓN PARA SU LECTURA, MANEJO Y DIFUSIÓN. EL RESTO DEL CONTENIDO, LOS 285 ARTÍCULOS LOS PUEDE REVISAR EN:

Edición de Julio 285 notas

(leer)

EN CUANTO A LOS NÚMEROS ANTERIORES


CINOSARGO EDICIÓN JUNIO 2008 NÚMERO NÚMERO I. LEER O DESCARGAR

EDICIÓN DE JUNIO 192 NOTAS (leer)


CINOSARGO EDICIÓN MAYO 2008 NÚMERO 0. LEER O DESCARGAR.

EDICIÓN DE MAYO 50 NOTAS: (leer)




sábado, 16 de agosto de 2008

Semblanzas Profundas: Edición Especial número 25

17:26

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Han pasado seis meses desde que empezara la sección Semblanzas Profundas, en ese lapso, de forma ininterrumpida he revisado la trayectoria de más de dos docenas de autores nacionales, de preferencia del norte grande, analizado el rol difusor de revistas y antologías y cubierto actividades como la fiesta del libro del presente año. A la par, hemos inaugurado con el comité editorial del Morrocotudo, otras secciones como Anverso Literario dedicada al ámbito universal y de forma independiente, hemos dado origen a la revista Cinosargo. Revista Virtual cuya motivación surge desde nuestra región con redactores y colaboradores en todo Chile y el mundo. En menos de tres meses, esta ha logrado un exitoso recibimiento en la red.

Arduo y gratificante trabajo que se complementa con la cobertura de lanzamientos de libros y actividades culturales en torno a las letras, foros, jornadas de fomento a la lectura y recitales de poesía. Lo cual demuestra el valor que tiene el periodismo ciudadano, al dedicar un espacio real, extenso y merecido al quehacer creativo

Autor: Daniel Rojas.

Publicado enCinosargo

Esta semana en lugar de una nota número 25, vamos a dejarlos con una lista que vincula los 24 artículos realizados hasta la fecha, en Semblanzas Profundas. Ello, a fin de retomar con más fuerza la sección, en una tercera temporada.


Primera Temporada.

Semblanzas Profundas: Roberto Flores Salgado.

Flores Salgado, narrador erudito con una importante biblioteca a cuestas, es capaz de conjugar la tradición y vanguardia e inscribirse con éxito en un Neo-realismo que demuestra ricos elementos estructurales y narratológicos. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Carlos Morales Fredes.

Carlos Morales Fredes es un escritor afincado en la región. Desde hace unos años viene cultivando con talento, fuerza y perseverancia la prosa, principalmente el relato breve que domina con ingenio e ironía. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Nana Gutiérrez.

Este nana-artículo busca rescatar de los anaqueles la imagen y genio de una destacada mujer, valiente poeta, irreverente e irónica, locuaz y profunda. Rupturista, orgullo de Arica y las letras nacionales. Por Daniel Rojas


Semblanzas Profundas: Rodrigo Rojas Terán.

Su obra es una alternativa renovadora de la tradición, asentada en la edad de oro de la poesía chilena, pero desde una perspectiva moderna. La del joven hombre que conjuga lo lírico y lárico en busca de la emoción Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Tebaida y Extramuros.

Extendiendo el atiborrado canon, más allá del feudo Santiaguino, estas revistas de Arica son un referente de culto, tanto por su calidad textual y estética como por permitir el diálogo y dar aire nuevo a la poesía de Chile. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: La Voz de la Pampa.

En esta ocasión, buscamos destacar a Reinaldo Riveros Pizarro, periodista, fotógrafo, editor y gestor de La Voz de la Pampa, revista que da fiel testimonio de la tantas veces cruda vivencia del hombre, en la pampa salitrera. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Óscar Hahn.

Óscar Hahn ha realizado una labor literaria que se proyecta de forma ininterrumpida por más de 40 años y su figura brilla como una de las voces más originales y comprometidas, de la poesía hispanoamericana contemporánea. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Vertizonte.

La voz de los poetas que integran Vertizonte, demuestra una sensibilidad alterna, apropiación particular de la realidad, manejo del lenguaje en otras lindes, y propuesta estética rupturista. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: La Fiesta del Libro.

Ha sido una de las semanas del libro más productivas e importantes del último tiempo, se avizora un panorama en que consagrados y novísimos junto a las autoridades empiezan a dar marcha a una prominente vorágine cultural. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Nelson Gómez León

Nelson Gómez de fuerte carácter, visión amplia y verdad manifiesta, vislumbra al escritor, sin límites espaciales, raíces que coarten el espíritu creativo o musas que hagan la labor de ese solitario ante el papel. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Patricio Barrios Alday.

Patricio Barrios es en definitiva, un gran amante y cultor de las artes, se ha desarrollado en una gran gama de géneros, de cara al diseño y creación de obras y desde luego en la gestión y difusión cultural. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Grupo M.A.L.

M.A.L., surge como una inusual instancia para la creación y conversación, gestando renovación en el plano estético además de crítico. Autores jóvenes con formación y vivencias disímiles, el punto en común; la literatura. Por Daniel Rojas


Segunda Temporada.

Semblanzas Profundas: Gastón Herrera Cortés.

Gastón Herrera es un digno cultor y representante de nuestra región, un escritor con mucha experiencia que tiene definido su panorama creativo y una intención en lo estético y creativo, que él mismo reconoce como un desafío vital. Por D. Rojas

Semblanzas Profundas: Raquel Pino.

Esta periodista, escritora, preocupada por la fe, la tradición, el turismo y los grandes hitos históricos, ha legado hitos a la cultura regional, razón de sobra para redescubrir y difundir su inconmensurable labor. Por D. Rojas

Semblanzas Profundas: Rodrigo Ramos Bañados.

La propuesta del escritor y periodista Rodrigo Ramos Bañados, oriundo de Antofagasta es innovadora en lo creativo y un gran aporte en cuanto a divulgación de otros autores del Norte Grande. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: José Morales Salazar.

La figura de José Morales dentro del mapa literario del norte grande y por ende del país, se torna ineludible a la hora de revisar toda la vertiente fundacional, su rol de educador y promotor incansable de sus pares. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Marcelo Lillo

Lillo brilla por su escritura y franqueza. La inspiración se llama "una buena idea" y lo demás es trabajo. El panorama narrativo chileno le aburre por poco ambicioso y tiene una Colt 45 como destino ante el fracaso. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Poetas en Dictadura de Mayo Muñoz.

Gestada en su totalidad por el poeta y narrador nacional Mayo Muñoz, Poetas en dictadura año 1973 a 1990, es un modelo de antología. Mapa poético que comprende un conjunto visceral y emotivas voces con discursos que se presumían silenciados. Por D. Rojas

Semblanzas Profundas: Iris Fernández Ángel.

Iris Fernández se caracteriza por un alto profesionalismo en el área de la educación, rico prontuario artístico y sagaz oficio como lectora de su tiempo y escritora de posibilidades concretas y proyectos múltiples. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Marietta Morales.

Esta escritora, tiene una enorme madurez, se haya en constante renovación y no teme experimentar, llevando su arte a niveles que coquetean con distintos discursos, lo cual le otorga una gran riqueza estilística. Por D. Rojas

Semblanzas Profundas: Mario Bahamonde

Prosista y poeta, gran cultor de la crítica y el ensayo, Mario Bahamonde Silva es un hijo abnegado del norte Chileno, con una una heterogénea producción histórico, lingüística y literaria. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Rodolfo Herrera Tapia.

El escritor Rodolfo Herrera, es un universo poético a descubrir, su obra, es tributaria de un sentir trascendental el cual se sustenta en un corpus armónico, sucesión de palabras, juego delicado y rítmico. Por Daniel Rojas P.

Semblanzas Profundas: María Monvel.

Monvel resalta como una de las máximas exponentes continentales de la poesía femenina de principios del siglo XX y como ocurre con otros: Boris Calderón, y Omar Cáceres, hay una deuda ante la negligencia con que ha sido difundida su obra. Por Daniel Rojas

Semblanzas Profundas: Mahfúd Massís.

Mahfúd Massís gran escritor nacional que nunca debemos olvidar por la maravilla de sus metáforas y la lucidez crítica de su afilado verbo. Por Daniel Rojas





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Cinosargo es un proyecto multimedia transfronterizo que abarca la difusión digital del arte a través de su revista, y la producción y distribución del libro impreso gracias a la editorial y la organización de Ferias, Festivales y Congresos




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