jueves, 31 de julio de 2008

Tertulias literarias "Palimpsesto"

14:25
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A partir de este viernes 1 de agosto a las 21:00 horas, en La Casa del Arte, Esquina de Sotomayor con Baquedano, frente al teatro Municipal de Arica, inician las tertulias literarias "Palimpsesto". La entrada es liberada. La jornada Nocturna busca convertirse en un espacio abierto a la comunidad para escuchar poesía y narrativa por parte de los propios autores.

Aquellos que por otra parte, estén interesados en dar a conocer su obra y compartir, en un ameno espacio dedicado a las letras, serán bienvenidos.


Organiza, el colectivo literario Clepsidra.


miércoles, 30 de julio de 2008

Anverso Literario: El Mocho de José Donoso.

18:49

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El Mocho, historia ambientada en las minas de Lota no es una excepción al mundo de discursos sociales que se cruzan en una copula infernal, represiones y máscaras enrevesadas que van tiñendo en la más oscura y ambigua opacidad a sus portadores, seres histriónicos y patéticos que el escritor Chileno, José Donoso, grandiosamente fue edificando, desde su debut con Verano y otros cuentos (1955)

En la obra de Donoso, el lector debe reconstruir orígenes difusos e imprecisos que se desarrollan de forma intencionada, como un cliché e imágenes acartonadas: prostitutas, cesantes y gente inmersa en labores absurdas y agazapantes, verdaderos callejones sin salida o sueños de mala muerte.

En el universo Donosiano, la monotonía es una constante y la rutina una adicción en que roles impuestos, ocultan el ser real. Incompleto, fuera del apodo y rostro representado. De modo que pese a lo que el lector espere de acuerdo a su experiencia previa, forjada fuera del mundo narrado, siempre se dará de bruces con una trasgresión y carencia propuesta en clave carnavalesca y barroca. Mundo posible plagado de esperpentos grotescos que cantan la insatisfacción y esperanza, corporizada en trashumantes que conocemos de forma fragmentaria con los apelativos del Mocho, la Bambina, el Mocho chico y La Elba

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En el caso particular de los Mochos, personajes que dan nombre a la obra, producto de su mote peyorativo que alude a su labor de monaguillos y en un nivel más simbólico e íntimo, debido a su vida cercenada; nos topamos con un devenir actancial que nos perfila entidades urgidas por la necesidad. Precarios, denotan rectitud, inocencia, mansedumbre inmersa en el ámbito, misógino, casi animal de Lota. Espacio que les recuerda de forma constante su equivoco, esa condición periférica de pasivos y remilgados. Son niños bien que anhelan producto de su frustración sexual, movimiento y un abrupto quiebre a su cúpula social.

En tal medida, la evolución de estos seres opera bajo el eje de renuencia y contradicción frente a las expectativas globales. Huyen de lo que todos esperan de ellos, vagan y se diluyen y su comportamiento alcanza altas cuotas de subversión pues desestructuran el orden y la coherencia de su entorno inmediato. Esas jerarquías enmohecidas y fosilizadas por el hábito y la necesidad de construir identidades seguras, aprehensibles y comunicables.

El elemento disruptor es un ingrediente que recuerda la afición de Donoso de metaforizar bíblicamente.

El contenido edénico se trastoca y dos mujeres, dos prostitutas, tientan a estos endebles alejándolos de la iglesia, su vía de rectitud y moralidad que los condena al rito eterno e imperecedero sin mayor satisfacción y sentido, que el placer de repetir un acto de forma compulsiva y monotemática.

Otro de los elementos disgregados, víctima de la irrupción mundana y ruptura escolástica: Es el control parental y la estabilidad que provee un origen bien delineado. En consecuencia, nos enfrentamos a otro de los fetiches Donosianos, el concubinato y la cópula ilícita, fugaces encuentros que reúnen lumpen, proletariado y burguesía en un sutil pacto de sangre.

En este discurrir, Ambos Mochos se amalgaman con su antepasado común, el aristocrático Blas Urízar, de cuestionable comportamiento en su círculo social. Descarriado, Blas es la mancha dentro del abolengo familiar, conocido como el lengua mocha, es el primero de esta estirpe denostada, un exiliado y paria con blasón, enredado en amoríos con otra prostituta de la zona minera, María Paine Guala, abuela del Mocho grande y bisabuela de Toño, el Mocho Chico.

El autor hila de forma suculenta el tiempo y espacio en torno a estas existencias errantes, los cruza, los fuerza a colisionar a repetirse y errar mil veces en un purgatorio dantesco, huérfanos de las expectativas y frustración, son destructores del germen social. Fantasmas cuyo contorno es una habladuría tras un complejo juego de palabras, un galimatías que connota demasiado y del cual perdieron consciencia hace mucho. Impelidos a vagar sin origen y con un destino infame.

En el caso de las féminas, el deambular errático es doble, pues en esta irrealidad lúcida, ellas sólo tienen dos opciones. Son madres o putas, la pregunta consecuente es ¿qué tal si deben por imposición, ser ambas? lo permitirá una sociedad como la nuestra, como la que plantea la obra, llena de machos como Antonio. En el ideario de este arquetipo, una mujer debe honrar su hogar, por tanto cierto desempeño en la cama esta vetado, es propio de aquellas hembras que él sólo usa para gozar, pues su persona es la que otorga y recibe de forma prominente y exclusiva el goce carnal. En el mismo ámbito de falocentrismo que raya en opresión corporal, ¿Qué rol les toca, si desconocen la identidad o paradero del padre de sus vástagos? y ¿Por qué contribuyen a perpetuar la comedia, no sólo al parir a los hijos de estos hombres anónimos y violentos, sino al educarlos bajo el mismo molde?

Sumisa y denigrada, la mujer en el universo de Donoso, específicamente en el Mocho, ocupa el sitial de un objeto, (no sujeto) de devoción y placer de estos hombres que tantas veces, confunden a la madre y amante, ambigüedad y contradicción, componentes fundantes e ineludibles de esta novela, título póstumo, publicado en el año 97 y último destino que los lectores del Chileno, tenían para conectarse con su prolífica voz, antes de que al interior del panorama cultural internacional, se hablara de lagartija sin cola, novela perdida de aquel miembro y cronista del boom, que tan grandes títulos legara por años a nuestra narrativa, constituyéndose como una de sus voces más prolíficas y originales.

Autor: Daniel Rojas Pachas.

Publicado en: Cinosargo

martes, 29 de julio de 2008

Beckett: Aliento

13:12


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Aliento: Obra teatral de Samuel Beckett

Traducción: Jenaro Talens

Escrita en inglés poco antes de enviarla a Nueva York, en 1969, a petición de Kenneth Tynan, para contribuir a su espectáculo Oh, Calcutta! (juego de palabras con el francés Oh, quel cul t'as!). El texto original apareció publicado en Gambit, vol. 4, nº 16 (1970). Estrenado en el Eden Theatre de Nueva York el 16 de junio de 1969, dirigida por Jacques Levy. Estreno en Inglaterra en el Close Theatre Club de Glasgow, en octubre de 1969, dirigida por Geoffrey Gilham. Versión francesa del autor: 1969.

TELÓN

1. Luz débil sobre escena cubierta de basuras diversas. Mantener unos cinco segundos.

2. Corto lamento débil e inmediatamente inspiración y lento incremento de la luz a la vez hasta alcanzar justamente el máximo en unos diez segundos. Silencio y mantener unos cinco segundos.

3. Expiración y lento decrecimiento de la luz a la vez hasta alcanzar juntamente el mínimo (luz como en 1) en unos diez segundos e inmediatamente lamento como antes. Silencio y mantener unos cinco segundos.

TELÓN

Basuras:

No verticales, todas esparcidas por el suelo.

Lamento:

Instante del primer vagido de un recién nacido grabado en cinta. Importante que los dos lamentos sean idénticos, conectado y desconectado en sincronización estricta con la luz y el aliento.


Aliento:

Grabación amplificada.


Luz máxima:

No nítido. Si 0=oscuridad y 10=nitidez, la luz debe oscilar más o menos de 3 a 6 y viceversa.



lunes, 28 de julio de 2008

Celebración del aniversario número dieciocho de la Sech filial Arica.

22:28

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La Sociedad de Escritores de Chile filial Arica, celebró ayer su cumpleaños número dieciocho, el evento literario, contó con la presencia de escritores independientes además de todas las agrupaciones locales, autoridades municipales y funcionarios del Consejo Regional de Cultura, quienes se sumaron cordialmente al festejo, realizado al mediodía en el Hall del Teatro Municipal.

El objetivo de la ceremonia, no fue sólo homenajear una trayectoria y comprometida labor que se iniciara un 28 de julio del año 90, con el fin de posicionar a Arica como foco cultural, procurando la unión y labor mancomunada de todos los cultores de las letras, estén o no integrados a la Sech; en esta oportunidad, el grupo quiso dar la bienvenida a su nuevo socio, el joven escritor y profesor de Literatura, Daniel Rojas, poeta, cronista e investigador literario que se perfila con gran dedicación y capacidad en esta área.

La presidenta de la Sociedad de Escritores, señaló alegre: La Sech, busca renovarse con esta incorporación a sus filas, y desde luego, seguir como siempre, contribuyendo a las letras nacionales y locales.

Es deber de una institución como la Sociedad de Escritores de Chile, apostar por nuevos y prometedores talentos, de manera que su labor constante y dedicada, no quede sólo en el legado, importante tarea que ya han materializado con obras, recitales, concursos y una larga lista de gestiones culturales dentro y fuera de la región, sin embargo, siempre es indispensable reconstruir el núcleo, sólo así se puede prolongar su función y anhelo, como una semilla que sigue germinando en la pasión que nuevas voces proveen, en su innovador y fresco quehacer artístico.

La poeta Fernández Ángel recalcó además, la necesidad de reconocer el valor y entrega que los literatos hacen a la identidad y crecimiento de una comunidad. Por ello resuena el constante pedido de una Casa del Escritor y se suma la idea de un Mausoleo, para recordar a los escritores que ya partieron y dieron prestigio a la ciudad.

Hay que destacar que el evento estuvo acompañado de música a cargo del pianista Jonathan Pizarro de la Orquesta Sinfónica Andina, lectura de poemas y cuentos por parte de los miembros de la Sech Arica, Raquel Pino, Gastón Herrera y el recién incorporado Daniel Rojas. Otros momentos clave en el acto, fueron el reconocimiento de la Municipalidad a la agrupación y el galvano y homenaje que la gente de la Sech, quiso brindar a Paola Pimentel Rocafull de La Casa del Arte por su constante apoyo a los artistas de Arica y en espacial, a los escritores.

Allí se han llevado a cabo, lanzamientos de libros, exposiciones pictóricas, recitales de jazz y las tertulias literarias de los sábados. Sin duda, un importante evento para los escritores, que reunió a distintas generaciones, estilos de aproximarse a la creación a través de la palabra y claramente, un nutrido diálogo e intercambio que abre nuevos caminos para la producción estética e intelectual de la ciudad.


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Al respecto, no hay que ignorar otro evento importante, llevado a cabo hace unos días atrás, específicamente el día jueves 24, en la Universidad de Tarapacá. La IV jornada de fomento a la lectura, que reunió a académicos del Departamento de Español de esta casa de estudios, alumnos de último año de la carrera de Pedagogía en Castellano y Comunicación y a escritores de la ciudad, Sech filial Arica, Rapsodas Fundacionales y La Voz de la Pampa.

La muestra interactiva, estuvo compuesta por innovadores proyectos didácticos para el área de lenguaje, cortos, estands literarios, asedios a escritores reconocidos a través de dramatizaciones y personificaciones y un foro dedicado a la Literatura Regional, otra muestra de que en Arica se esta proyectando con fuerza un quehacer integrado en torno a la literatura, el cual no debemos ignorar y claramente fomentar.

Autora:Milvia Alata Tejedo.

Publicado en:Cinosargo





domingo, 27 de julio de 2008

Cinosargoteca

22:17


Cinosargo, estrena su espacio dedicado a la lectura y publicación, para aquellos que quieran difundir su obra, revistas, poemarios, narrativa, en formato digital o simplemente leer. Pinchar la imagen para ser redirigidos a la web de Cinosargo y conocer la...

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sábado, 26 de julio de 2008

Semblanzas Profundas: Rodolfo Herrera Tapia

19:21

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Altamente recomendado el escritor Rodolfo Herrera, es un universo poético a descubrir, su obra, es tributaria de un sentir trascendental el cual se sustenta en un corpus armónico, sucesión de palabras, juego delicado y rítmico.

Rodolfo Herrera Tapia, nació en Santiago en 1933, declara su abierta dedicación a la poesía, la cual nace durante la adolescencia.

Autodidacta, Herrera se ha formado a pulso a través de lo vivencial; factotum y viajero, es un lector ávido y constante cultor de la palabra. Con incursiones en el ensayo y la reflexión, su dedicación es mayor hacía la poesía, tanto en métrica como en verso libre.

Ha participado en encuentros nacionales; presentación en el salón Ercilla de la Biblioteca Nacional e internacionales, V edición del encuentro de escritores en Chañaral, año 2000, Muestra de trabajos poéticos en la universidad de San Agustín, Arequipa año 2004 y ha sido fundador del comité Mistraliano “Arica y Parinacota” filial del comité central, con asiento en Santiago. Entre sus publicaciones se cuentan los poemarios, “Enigma del Latido” y “Tributo”, este último, una elegía a la figura materna y a su rol en la forja de una tradición y férreo vinculo familiar.

Actualmente Rodolfo, reside en la ciudad de Arica, es miembro activo del colectivo Literario Rapsodas y es una voz privilegiada, que es indispensable de tener en consideración.

Portador de la deidad terrena, rama desgajada del árbol del Edén. Tu hálito hecho verbo triza el glaciar del hombre y este se abate renovado sobre sus hibernaciones (del poema: Poeta -Autor: Rodolfo Herrera Tapia)

La obra poética de Herrera Tapia, es tributaria de un sentir trascendental, conjuga una sensibilidad abierta a los miedos y anhelos humanos, la soledad, el amor, el viaje…

Quiero espiar entre tus labios el pomar de besos madurando. -La cigarra hollando el aire con tacones diminutos, extraviada en el verano, sol arriba y sol abajo con su monótono pandero por la siesta (Del poema: Siesta de Amor –Autor: Rodolfo Herrera Tapia)

…y sin embargo no reposa en lo meramente mundano o existencial, busca ir más allá en sus convicciones comunicativas, y consigue, mientras roza un hermetismo erudito, despojarse de la fatuidad y lo vano, otorgando imágenes de alta calidad en el diseño.

Pupila cósmica donde la noche entra desnuda, herida en la causa de su sombra. Punto ubicuo en que la nada empolla los exponentes de las galaxias venideras (Del poema: Espejulaciones -Autor: Rodolfo Herrera Tapia)

La desviación del lenguaje cotidiano, la elisión de artículos y conectores, acompañados por una cuidadosa ubicación de peculiares adjetivos, que muchas veces son sustantivados, se halla al servicio de la cadencia y no atenta en lo absoluto en contra de la espontaneidad del texto.

Por el contrario, la organización textual logra un efecto melismático, sutil capacidad propia de la música de oriente medio y adquirida por el poeta, en sus lindes con la obra de Rabindranath Tagore. De esta forma, penetra en el inconsciente y los esquemas prefigurados por el destinatario. Juega con sus expectativas y le brinda un mundo posible, cargado de belleza y emotividad, el cual se sustenta en un corpus armónico, sucesión de palabras, juego delicado y rítmico.

Su viva maestría va derramando alas, sus suaves creaciones van conformando el día. De cada ayer sacando el don de otra mañana. (Del poema: Tus Manos - Autor: Rodolfo Herrera Tapia)

Su lírica altamente metafísica, demanda al lector romper una primera vinculación con lo inmediato y lo transporta con la sucesión de estímulos auditivos y visuales que se van generando al contacto nítido e ininterrumpido con la palabra. Desde allí, lo nutre y ubica de nuevo en lo común, al desarrollar un tema familiar o afín, un atardecer de la ciudad, un canto a la madre, una alabanza a una gran poeta, loas a la amistad, a nuestras flaquezas y a lo más intimo y acallado, depositando el sentir del lector, otra vez, en el simple interactuar con las voces y sonidos diarios.

En los versos de Herrera Tapia, se consuma de tal forma, una amalgama de lo cotidiano y sensible con un considerable dominio y prolongación de lo extrasensorial, todo ello, al amparo de visiones penetrantes sobre el universo y la materia, su constante cambio, diluirse y el hombre frente a tal maravilla como testigo y relator privilegiado

“el puñado de huesos imantados apuntando hacia el confín del mundo” (Del poema Chile viudo de Gabriela-
Autor: Rodolfo Herrera Tapia)

El poeta en este caso particular, pasa a ser la figura que nos conecta de manera panteísta e intuitiva con aquello que podemos llamar sin ánimos pre-determinantes o naturalistas, esencia, naturaleza, nada y absoluto, cosmos humano fuera de un dogma, de una religión.

Planta un bosque hasta el cielo, forma un huerto hasta el fruto …trata un jardín hasta el aroma Hurgando en el barro primigenio. (Del poema: Poeta -Autor: Rodolfo Herrera Tapia)

El trabajo de Herrera corre a gusto y se imbuye con pericia en tales campos. Cada estrofa, nos atribuye un hálito especial, que nos recuerda ser parte de un todo infinito e inconmensurable, nos recuerda los designios de aquellos poetas y filósofos que forjaron lo mejor de la cultura norteamericana, cuando aún podía hablarse de ella, sin prejuicios, al escuchar el término libertad aparejado. Ralph Waldo Emerson y sus ideas sobre unanimidad y aquel Dios interior y un advenimiento al alcance de la mano del hombre de trabajo, de aquel observador inteligente que sabe convivir con su medio, otro es el anarquista y objetor de conciencia, autor de Walden, Henry David Thoreau: El retiro, la paz interior, la alegría del que vive sin mayor ambición que su propia vida y silencio. En esa unanimidad, se ubica Rodolfo Herrera al momento de construir sus textos y legarnos con amplitud de mente y generosidad una hogar de ventanas y puertas abiertas, pasaje directo hacia una conciencia individual, que no necesita de milagros o mediaciones, solo que la escuchen con igual amplitud e inteligencia.

Altamente recomendado el escritor Rodolfo Herrera Tapia, asentado en nuestra localidad, es un universo poético a descubrir tal como Whitman poetizara:

Quién contiene a la diversidad y es la Naturaleza quién es la amplitud de la tierra y la rudeza y sexualidad de la tierra y la gran caridad de la tierra, y también el equilibrio quién no ha dirigido en vano su mirada por las ventanas de los ojos o cuyo cerebro no ha dado en vano audiencia a sus mensajeros quién contiene a los creyentes y a los incrédulos quién es el amante más majestuoso quién, hombre o mujer, posee debidamente su trinidad de realismo de espiritualidad y de lo estético o intelectual (Del poema Cosmos de Whitman)

Autor: Daniel Rojas

Publicado en: Cinosargo

jueves, 24 de julio de 2008

WILLIAM FAULKNER

23:43
WILLIAM FAULKNER

NINFOLEPSIA


Pronto su sombra se vio descabezada por la cortante línea de la cima de la colina; empujada ante él como si fuera una serpiente, la vio gradualmente convertirse en nada. Al final se quedó sin sombra alguna. Sus pesados e informes zapatos, grises en el camino polvoriento; su mono de trabajo, gris por el polvo: el polvo era como una bendición sobre él y sobre el día de trabajo que dejaba tras él. No recordaba la caída del trigo muerto, y sus músculos habían olvidado las estocadas y el levantamiento de horca y grano, y sus manos habían olvidado la sensación de un mango gastado de madera, suave y dulce al tacto como seda; y había olvidado el abrirse de un pajar y la suerte de danza inmortal de la paja girando en el aire a la luz del sol.

Detrás quedaba un día de faena; ante él, la burda comida y el torpe sueño en cualquier ocasional casa de huéspedes. Y al día siguiente, otra vez el trabajo y otra vez su siniestra sombra rotatoria señalando el paso de un nuevo día. Pronto, breve y bruscamente, la colina llegó a su fin: la cima dejó de ser una línea cortante. Allí estaba el valle en sombras, y la colina opuesta, en dos dimensiones y dorada por el sol. Y en el interior del valle, la ciudad, entre sombras de color lila. Entre sombras de color lila se hallaban los alimentos que comería y el sueño que lo aguardaba; acaso una chica, como música fúnebre y húmeda por el calor y vestida de algodón azul, se cruzaría en su camino fatalmente; y también él, en aquella tierra lunar, sería uno más entre los hombres jóvenes que con su sudor hacen saltar oro del trigo.

Pero allá estaba la ciudad. Por encima de los muros grises había ramas de manzano un día dulces y floridas y hoy todavía verdes; los establos y las casas eran colmenas de donde habían huido las abejas de la luz del sol. Desde allí, el Palacio de justicia era un sueño soñado por Tucídides: uno no llegaba a ver que las pálidas columnas jónicas estaban accidentalmente manchadas de tabaco. Y del taller del herrero llegaba un acompasado tañido de yunque y martillo, como una llamada a vísperas.

Privado de movimiento, su cuerpo sintió la sangre, que se apaciguaba por momentos, sintió la tarde, que fluía y se iba como agua; sus ojos vieron la sombra de la aguja de la iglesia, como un prodigio en medio de aquella tierra. Miró el polvo que se derramaba de sus zapatos invertidos. Sus pies estaban veteados y mugrientos por el polvo; apacigua- do, agradeció la humedad placentera y caliente de sus zapatos.

El sol era la boca roja y descendente de un horno; su sombra, que él creía perdida, se agazapaba a sus pies como un perro que trata de esconderse. El sol estaba en los árboles, goteando de hoja en hoja; el sol era como una pequeña llama de plata que se moviera entre los árboles. Oh, era algo vivo, pensó al mirar una luz dorada entre los pinos oscuros: una pequeña llama que, habiendo perdido de algún modo su vela, anduviera buscándola.

Cómo supo a aquella distancia que era una mujer o una chica, no habría podido decirlo, pero lo sabía; y durante un tiempo miró con curiosidad vacía los movimientos sin objeto de la figura. La figura se detuvo, recibió el último fulgor del rojo sol en un plano delgado y dorado que, retornando el movimiento, desapareció.

En el curso de un nítido instante hubo una. vieja y aguda belleza detrás de sus ojos. Luego, sus un día limpios instintos, groseros después, lo hicieron ponerse bruscamente en movimiento. Saltó una cerca ante la mirada contemplativa y fija del ganado y corrió torpemente hacia los bosques a través de un campo de maíz recolectado. Viejos y blandos surcos se deslizaban bajo sus zancadas, haciendo que sus rodillas martilleantes entrechocaran, y quebradizos tallos de maíz obstaculizaban su veloz marcha con sensual y estática indiferencia.

Alcanzó los bosques después de saltar otra cerca, y se detuvo un instante y el oeste transmutó alquímicamente el plomizo polvo que lo cubría, dorando las puntas de su barba sin afeitar. Los árboles, los troncos de arces y hayas eran franjas gemelas de oro rojo y de lavanda erguidas en la tierra, y las ramas extendidas conferían al ocaso colores indecibles; eran como manos de avaro derramando a regañadientes monedas doradas de crepúsculo. Los pinos eran mitad hierro, mitad bronce; esculpidos en símbolo de quietud eterna, derramaban también oro sobre la hierba rala, que lo hacía correr de árbol en árbol como fuego que se extiende, para apagarse luego en la sombra de los pinos. Sobre una rama oscilante, un pájaro lo miró brevemente, cantó y se alejó volando.

Ante la verde catedral de árboles se quedó quieto unos instantes, vacío como una oveja, percibiendo cómo el día moribundo se iba del mundo como agua de una bañera o de un cuenco rajado; y oyó al día repetir lentas plegarias en la nave verde. Luego volvió a moverse hacia adelante, lentamente, como si esperara que fuera a surgir ante él un sacerdote para detenerlo y descifrar su alma.

Pero nada sucedió. El día fue lentamente muriendo sin un ruido en torno a él, y la gravedad lo condujo colina abajo entre apacibles sendas de árboles. Pronto lo envolvió la sombra violeta de la colina. No había sol allí, aunque las copas de los árboles seguían siendo como maleza bañada en oro, y los troncos de los árboles de la cima eran como una verja listada más allá de la cual la tarde se consumía lentamente. Y él se detuvo de nuevo, y sintió el miedo.

Recordó fragmentos del día: los tragos de agua fresca de una jarra, mientras otro esperaba su turno, el trigo rompiéndose ante la hoja de la segadora mientras los caballos de tiro hacían fuerza contra la collera, los caballos que soñaban con avena en un establo dulce por el amoníaco y el olor de los arneses sudorosos, los mirlos que sesgaban el aire sobre el trigo como trozos de papel quemado. Pensó en el haz de músculos bajo una camisa azul mojada por el sudor, y en alguien a quien atender o con quien hablar. Siempre alguien, algún otro miembro de su raza, de su género. El hombre puede falsificarlo todo salvo el silencio. Y en aquel silencio conoció el miedo.

Porque había algo que ni siquiera el deseo del cuerpo de una mujer tenía en cuenta. O que, al utilizar tal instinto con el propósito de apartarlo de los caminos de la seguridad, en donde otras gentes de su género comían y dormían, lo había traicionado. «Si la encuentro, estoy a salvo», pensó, sin saber si lo que quería era la cópula o compañía. Allí no había nada para él: las colinas, que descendían en ambos lados, que se aproximaban, que sin embargo se hallaban separadas por un pequeño arroyo. El agua discurría parda bajo alisos y sauces, sin luz, y parecía inhóspito y oscura. Como la mano del mundo, como una línea en la palma de la mano del mundo, una arruga insignificante. «¡Sin embargo podía ahogarse en ella!», pensó con terror, mientras miraba revolotear sobre ella a los mosquitos, mientras miraba los árboles calmos e indiferentes como dioses y el remoto cielo, que era como un sedoso paño mortuorio que ocultara su disolución repulsiva.

Había pensado que los árboles eran una cantidad determinada de madera, pero aquéllos tan silenciosos eran más que eso. La madera había servido para hacer casas que lo protegían, la madera había alimentado el fuego que lo calentaba, le había dado calor para cocinar su comida; la madera había servido para hacer barcos que surcaban las aguas de la tierra. Pero no estos árboles. Estos lo miraban fija e impersonalmente, tomándose una venganza lenta. El ocaso era un fuego que ningún combustible había alimentado jamás; el agua emitía un murmullo en un oscuro y siniestro sueño. Ninguna embarcación surcaría estas aguas. Y sobre todo ello se cernía algún dios a cuyas compulsiones él debía responder mucho después aún de que sus más cómodas creencias se hubieran gastado como una prenda de uso diario.

Y ese dios ni lo reconocía ni lo ignoraba: ese dios parecía no tener conciencia de su entidad, salvo para considerarlo un intruso en un lugar donde nada tenía que hacer. Se agachó, sintió la tierra áspera y cálida contra sus rodillas y sus palmas; y, arrodillándose, esperó una brusca y horrenda aniquilación.

Nada sucedió, y abrió los ojos. Por encima de la cumbre de la colina, entre los troncos de los árboles, vio una única estrella. Fue como si allá a lo lejos hubiera visto un hombre. Era algo familiar, algo demasiado remoto para preocuparse por lo que él hiciera. Así que se levantó y, con la estrella a su espalda, empezó a caminar en dirección a la ciudad. Allí estaba el arroyo que había de cruzar. La demora al buscar un vado engendró de nuevo en él el miedo. Pero lo apartó mediante un acto de voluntad, pensando en la comida y en su esperanza de encontrar una mujer.

Apartó de sí aquella sensación de inminente disgusto y cólera de un Ser a quien había ofendido. Pero seguía en torno, suspendida sobre él como unas alas niveladas. Su miedo primero había desaparecido, pero pronto se encontró a sí mismo corriendo. Habría deseado convertir la carrera en paso, siquiera para probarse la firmeza de su integridad integral, pero sus piernas se negaban a detener su carrera. Allí, en el crepúsculo evasivo, había un tronco que hacía de puente en el arroyo. ¡Camina sobre él! ¡Camina sobre él!, le dijo su sentido común. Pero sus piernas le impelieron a tomarlo a la carrera.

La corteza podrida se escurrió bajo sus pies y se desprendió y cayó sobre el oscuro y susurrante arroyo. Fue como si él, aún en la orilla, hubiera resbalado y se debatiera por, mantener el equilibrio mientras maldecía su cuerpo torpe. Vas a morir, dijo a su cuerpo, y volvió a sentir en torno aquella inminente Presencia, una vez que su concentración mental se vio vencida por la gravedad. Durante un fragmento detenido de tiempo sintió, a través de la vista, sin mediación del intelecto el agua oscura a la espera, el tronco engañoso, los troncos de los árboles latiendo y respirando y las ramas como una invocación a un dios oscuro y oculto; luego los árboles y el cielo exaltado de estrellas describieron un arco ante sus ojos. En su caída estaba la muerte, y una risa triste y burlona. Murió una y otra vez, pero su cuerpo se negaba a morir. Entonces lo aprehendió el agua.

Entonces lo aprehendió el agua. Pero era algo más que agua. El agua se deslizó oscuramente entre su cuerpo y el mono de trabajo y la camisa, y él sintió que su pelo se escapaba hacia atrás húmedamente. Pero sintió que un muslo sobresaltado se escurría bajo su mano como una serpiente, sintió una pierna veloz entre oscuras burbujas; y, hundiéndose ya, la punta de un pecho le raspó la espalda. En medio de una conmoción de agua agitada vio la muerte como una mujer ahogada y rutilante y a la espera, vio un cuerpo brillante y atormentado por el agua; y sus pulmones vomitaron agua y tragaron aire húmedo.

Agua turbada golpeaba contra su boca, tratando de entrar en ella, y la luz del día aprisionada bajo el arroyo saltó de nuevo sobre la superficie en forma de ondas. Relucientes planos de luz incidían y quebraban la superficie, y se alejaban de él; y, pisoteando agua, sintiendo los zapatos empapados y el pesado mono de trabajo, sintiendo pegado a la cara el pelo, vio cómo ella, chorreando, ascendía oscilante por la orilla.

El avanzó agitando el agua, persiguiéndola. Nunca parecía alcanzar la orilla opuesta. Sus ropas, pesadamente empapadas, se pegaban a él como sirenas importunas, como mujeres; vio el agua quebrada de su empeño coronada de estrellas. Al fin se vio a la sombra de los sauces, y sintió bajo su mano la tierra húmeda y resbaladiza. Aquí y allá, raíces y ramas. Se incorporó mientras el agua chorreando de la ropa, mientras sentía que la ropa se volvía primero liviana y pesada luego. Sus zapatos avanzaban aplastándose blandamente y su indumentaria anodina y adherida a la piel obstaculizaba pesadamente su carrera. Podía ver cómo su cuerpo, fantasmal en el crepúsculo sin luna, ascendía por la colina. Y él corrió, maldiciendo, con el agua chorreándole del pelo, con el lamento húmedo de ropas y zapatos, maldiciendo su suerte y su destino. Creyó desenvolverse mejor sin los zapatos, y, mientras seguía mirando la apagada llama de la mujer corriendo, se los quitó y prosiguió la marcha en pos de ella. La ropa mojada le pesaba como plomo; jadeaba cuando alcanzó la cima de la colina. Y allí estaba ella, en un campo de trigo, bajo la ascendente luna llena del equinoccio de otoño, como un barco en un mar de plata.

Echó a correr tras ella. El surco de su marcha hacía saltar plata en el trigo, bajo la insensible luna; plata que se alejaba de él en ondas y se apagaba y volvía a ser el oro intocado y sin brillo del grano erguido. Ella estaba ya lejos, y la perturbación de su paso por el trigo se esfumaba siempre antes de que él llegara. Más allá de la onda que el paso de la mujer levantaba en arco a ambos lados, él vio cómo su cuerpo se internaba en una franja boscosa, como la llama de una cerilla; luego ya no la vio más.

Sin dejar de correr, cruzó el trigo dormido sobre la tierra lunar, y se adentró entre los árboles, fatigado ya. Pero ella había desaparecido, y él, en una oleada recurrente de desesperación, se echó a tierra boca abajo. «¡Pero yo la toqué!», pensó sumido en una auténtica agonía de decepción, sintiendo la tierra a través de sus ropas húmedas, sintiendo las pequeñas ramas bajo los brazos y la cara.

La luna seguís ascendiendo, la luna navegaba como un barco cargado y grueso ante un alisio azur, mirándole con rotunda complacencia. Y él se retorció pensando en el cuerpo de ella bajo su cuerpo, en el oscuro bosque, en el ocaso y en el camino polvoriento, que deseó no haber dejado. ¡Pero yo la toqué!, se repitió, tratando de levantar sobre tal certeza una consumación incontrovertible. Sí, su muslo veloz y asustado y la punta de su seno; pero el recordar que ella había huido de él impulsivamente le resultaba más insufrible que nunca. No te hubiera hecho ningún daño, gimió, no te hubiera hecho daño en absoluto.

Sus músculos laxos, vaciados, sintieron un rumor de trabajo pasado y de trabajo futuro, compulsiones de horca y grano. La luna lo apaciguaba, examinando detenidamente su pelo húmedo, experimentando con sombras; y él, al pensar en el día siguiente, se levantó. Aquella perturbadora Presencia se había alejado, y la oscuridad y las sombras ya sólo se mofaban de él. La luz de la luna se deslizó a lo largo de una cerca de alambre, y él supo que allí estaba el camino.

Sintió cómo a su paso se agitaba el polvo, vio el maíz de plata en los campos, los árboles oscuros como tinta derramada. Pensó en cómo había sido ella cual movedizo mercurio, en cómo había huido de él cual moneda echada al aire; pero pronto se hicieron visibles las luces de la ciudad; el reloj del Palacio de justicia y una luminosidad sugerente de calles; era, pese a su pequeñez, como una tierra encantada. Pronto quedó en el olvido la mujer, y él pensó sólo en un cuerpo relajado en una cama triste, y en el despertar y en el hambre y en el trabajo.

El largo y monótono camino se extendía ante él bajo la luna. Ahora su sombra iba a su espalda, como un perro tras su amo, y más allá de ella quedaba un día de sudor y de trabajo. Y ante él esperaba el sueño y la ocasional comida y otra vez el trabajo; y acaso una chica, cual fúnebre música, vestida de calicó frente al calor. Al día siguiente su sombra siniestra volvería a describir un círculo en torno a él, pero el día siguiente quedaba aún muy lejos.

La luna navegaba cada vez más alto: pronto se deslizaría por la colina del cielo, recuperando con creces la plata que hubo prestado a árbol y trigo y colina y ondulada y monótona tierra fecunda. Abajo, un establo tomó un perfil de plata de la luna, un silo se convirtió en un sueño soñado en Grecia, los manzanos lanzaron plata como fontanas gesticulantes. La ciudad, planos de luz de luna; las luces del Palacio de justicia, fútiles ante la luna.

Tras él, trabajo; ante él, trabajo; en torno, todas las viejas desesperanzas del aliento y del tiempo. Las estrellas eran como flores hechas añicos que flotaban en agua oscura y que engullían el oeste; el polvo seguía pegado a sus pies aún húmedos, y descendió lentamente por la colina.


Fin

miércoles, 23 de julio de 2008

Anverso Literario: García Márquez: Del amor y otros Demonios por Daniel Rojas

0:05


Apostillas sobre algunas obras de Nobeles Literarios Primera Entrega: García Márquez: Del amor y otros Demonios. García Márquez en su obra de amor y otros demonios juega con distintos niveles de sexualidad, desde la más extrema y libidinosa, tal es el caso de Bernarda Cabrera, ex-contrabandista de especies y esposa de de don Ignacio de Alfaro y Dueñas, quien vive sórdidas escapadas con el negro Judas Iscariote, rudo protomacho que somete a sus mujeres arrastrándolas a la perdición y decadencia. La otra mirada la personifica la una imagen de mayor recato y pudor, inocencia casi infantil y animal materializada en Sierva María de todos los Ángeles, hija de Bernarda y Don Ignacio, víctima del rechazo y marginalidad por parte de sus progenitores. Apartada del mundo dizque civilizado, producto de un conocimiento temprano de la orfandad, impuesto por la indiferencia, Sierva María se cría con su nodriza Dominga de Adviento bajo las costumbres de los africanos, con la santería que profesan los esclavos y es en tal grado una existencia errante e ignorada que solamente se revela al mundo paterno, cuando es mordida por un perro rabioso, lo cual no deja de ser en la prosa de Márquez, una metáfora del apetito e iniciación sexual o al menos, de la germinación hormonal propia de todo adolescente. 

 Atendida o medianamente tomada en consideración por su Padre, no así por Bernarda, al enterarse del ataque del can, surge una exagerada preocupación que permite observar al lector, el desarrollo del temperamento de un endeble Segundo Marqués de Casalduero, a causa de la ficcional enfermedad de esta mujer en ciernes, la cual nunca muestra síntomas pero que todos a su alrededor presuponen, lo cual, sumado a la conducta extravagante y costumbres adquiridas en sus devaneos con el vudú, llega a oídos de terceros como un escándalo que bombardea las buenas costumbres de esta Cartagena de Indias dominada por el clero y la represión, desatando el drama y la consabida moralina castrante, nuevamente muestras de que la rabia no esta alojada en el cuerpo de la inocente y salvaje Sierva quien asume todo el tiempo su destino con resignación. El veneno duerme en la tradición monástica, eversiva, ignorante y tantas veces mal intencionada y dirigida por las supuestas autoridades envestidas con el báculo de la ultracorrección. Hay un choque entre dos culturas y cosmovisiones, la periférica compuesta por el mundo afro americano y la totalitaria del régimen peninsular. Una plagada de supersticiones y ritualismos, la otra de dogmas y códigos draconianos. El colombiano ganador del Nobel, sin caer en lo recursivo y pornográfico, propio del folletín, nos muestra extemporalmente un problema de educación, intolerancia, abuso y olvido que sufren los menores, todo con un sencillo eje temático, el amor frente a la sexualidad y su despertar, claro que plagado de su retórica ampulosa y particular estilo de adjetivar la narración. Para desarrollar el tópico, debemos centrarnos en la figura simbólica de la protagonista, fiera indomable, mitificada como demonio por la Abadesa y el obispo, portadora de una ira sublime y enajenamiento frente a la realidad inmediata. Sin embargo, todo toma un giro cuando conoce a Cayetano de Laura, joven formado al alero de la iglesia, bibliotecario, otro símbolo textual, este representa la frustración y la mansedumbre de todo apasionamiento, es además una alegoría del platonismo, al autoproclamarse descendiente de Garcilaso de la Vega, poeta muerto por el amor de una mujer que sólo deseo lejanamente. E aquí otra forma de expresión del poder de la sexualidad, su injerencia en el sino trágico, ya sea por los esquemas mentales que asumimos, pues Laura es un hombre coaccionado en su voluntad de amar, no se puede expresar libremente pese a tener más de treinta años por ende ve desbordado todo su ímpetu en la figura de esta niña de doce que sufre producto de las ideas exorcistas de un obispado, ciego mecanismo de control y tortura, gran circunstancia compuesta por mentalidades oxidadas y fuerzas constrictivas que desde una jerarquía taxativa, acusan a Laura de aprovecharse de María, razón por la cual lo que pudo ser, Amor definible como casto y lo más cercano a un idilio juvenil, termina convertido en muerte por locura y cuidado indefinido de Leprosos. 

Elemento curioso es la presencia de otros tópicos del ars amandi popular en la literatura, en específico el del largo cabello de María que sigue creciendo en proporciones descomunales, aún después de muerta, tal como lo profetiza con una manda a la virgen, Dominga de Adviento, al salvarla de su infausto y prematuro nacimiento, ella estipula que el cabello de la menor debía crecer hasta descubrir el amor verdadero y en tal medida casarse. Una especie de símil a lo que ocurre con otra trágica historia, la de Tristán e Isolda. Leyenda celta, en que una enredadera tozuda nace de la tumba del juglar hacia la de su amada, hasta abrazarse de forma indisoluble con una rosa y vid. La voz de Márquez demuestra en esta historia, más allá de los fetiches a los que nos tiene acostumbrados, su preeminencia como una de las más fecundas prosas de nuestro continente y lengua. 


  Autor: Daniel Rojas Pachas Publicado en: Cinosargo

martes, 22 de julio de 2008

José María Arguedas

17:00

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Hijo Solo (Texto completo)

Llegaban por bandadas las torcazas a la hacienda y el ruido de sus alas azotaba el techo de calamina. En cambio las calandrias llegaban solas, exhibiendo sus alas; se posaban lentamente sobre los lúcumos, en las más altas ramas, y cantaban.

A esa hora descansaba un rato, Singu, el pequeño sirviente de la hacienda. Subía a la piedra amarilla que había frente a la puerta falsa de la casa; y miraba la quebrada, el espectáculo del río al anochecer. Veía pasar las aves que venían del sur hacia la huerta de árboles frutales.

La velocidad de las palomas le oprimía el corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias se retrataba en su alma, vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no le atraían. Las calandrias cantaban cerca, en los árboles próximos. A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la luz tibia de las palomas. Creía Singu que de ese canto invisible brotaba la noche porque el canto de la calandria ilumina como la luz, vibra como ella, como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra. Le extrañaba que precisamente al anochecer se destacara tanto la flor de los duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles y mostraba las pequeñas flores blancas y rosadas, aun los resplandores internos, de tonos oscuros, de las flores rosadas.

Estaba mirando el camino de la huerta, cuando vio entrar en el callejón empedrado del caserío, un perro escuálido, de color amarillo. Andaba husmeando, con el rabo metido entre las piernas. Tenía "anteojos"; unas manchas redondas de color claro, arriba de los ojos.

Se detuvo frente a la puerta falsa. Empezó a lamer el suelo donde la cocinera había echado el agua con que lavó las ollas. Inclinó el cuerpo hacia atrás; alcanzaba el agua sucia estirando el cuello. Se agazapó un poco. Estaba atento, para saltar y echarse a correr si alguien abría la puerta. Se hundieron aún más los costados de su vientre; resaltaban los huesos de las piernas; sus orejas se recogieron hacia atrás; eran oscuras, por las puntas.

Singu buscaba un nombre. Recordaba febrilmente nombres de perros.

—¡"Hijo Solo"!—le dijo cariñosamente—. ¡"Hijoo Solo"! ¡Papacito! ¡Amarillo! ¡Niñito! ¡Ninito!

Como no huyó, sino que lo miró sorprendido, alzando la cabeza, dudando, Singuncha siguió hablándole en quechua, con tono cada vez más familiar.

—¿Has venido por fin a tu dueño? ¿Dónde has estado, en qué pueblo, con quién?

Se bajó de la piedra, sonriendo. El perro no se espantó, siguió mirándolo. Sus ojos también eran de color amarillo, el iris se contraía sin decidirse.

—Yo, pues, soy Singuncha. Tu dueño de la otra vida. Juntos hemos estado. Tú me has lamido, yo te daba queso fresco, leche también; harto. ¿Por qué te fuiste?

Abrió la puerta. De la leche que había para los señores echó apresuradamente bastante, en un plato hondo; y corrió. Estaba aún ahí el perro, sorprendido, dudando. Puso el plato en el suelo. "Hijo Solo" se acercó casi temblando. Y bebió la leche. Mientras lamía haciendo ruido con las fauces, sus orejitas se recogieron nuevamente hacia arriba; cerró un poco los ojos. Su hocico, como las puntas de las orejas, era negro. Singuncha puso los dedos de sus dos manos sobre la cabeza del perro, conteniendo la respiración, tratando de no parecer siquiera un ser vivo. No huyó el perro, cesó un instante de lamer el plato. También él paralizó su aliento; pero se decidió a seguir. Entonces Singuncha pudo acariciarle las orejas.

Jamás había visto un animal más desvalido; casi sin vientre y sin músculos. "¿No habrá vuelto de acompañar a su dueño, desde la otra vida?", pensó. Pero viéndole la barriga, y la forma de las patas, comprendió que era aún muy joven. Sólo los perros maduros pueden guiar a sus dueños, cuando mueren en pecado y necesitan los ojos del perro para caminar en la oscuridad de la otra vida.

Se abrazó al cuello de "Hijo Solo". Todavía pasaban bandadas de palomas por el aire; y algunas calandrias, brillando.

Hacia tiempo que Singu no sentía el tierno olor de un perro, la suavidad del cuello y de su hocico. Si el señor no lo admitía en la casa, él se iría, fugaría a cualquier pueblo o estancia de la altura, donde podían necesitar pastores. No lo iban a separar del compañero que Dios le había mandado hasta esa profunda quebrada escondida. Debía ser cierto que "Hijo Solo" fue su perro en el mundo incierto de donde vienen los niños. Le había dicho eso al perro, sólo para engañarlo; pero si él había oído, si le había entendido, era porque así tenía que suceder; porque debían encontrarse allí, en "Lucas Huayk'o", la hacienda temida y odiada en cien pueblos. ¿Cómo, por qué mandato "Hijo Solo" había llegado hasta ese infierno odioso? ¿Por qué no se había ido, de frente, por el puente, y había escapado de Lucas Huayk'o"?

—Gringo! ¡Aquí sufriremos! Pero no será de hambre —le dijo—. Comida hay, harto. Los patrones pelean, matan sus animales; por eso dicen que "Lucas Huayk'o" es infierno. Pero tú eres de Singuncha, "endio" sirviente. ¡Jajay! ¡Todo tranquilo para mí! ¡Vuela torcacita! ¡Canta tuyay, tuyacha! ¡Todo tranquilo!

Abrazó al perro, más estrechamente; lo levantó un poco en peso. Hizo que la cabeza triste de "Hijo Solo" se apoyara en su pecho. Luego lo miró a los ojos. Estaba aún desconcertado. Sonriendo, Singucha alzó con una mano el hocico del perro, para mirarlo más detenidamente, e infundirle confianza.

Vio que el iris de los ojos del perro clareaba. Él conocía como era eso. El agua de los remansos renace así, cuando la tierra de los aluviones va asentándose. Aparecen los colores de las piedras del fondo y de los costados, las yerbas acuáticas ondean sus ramas en la luz del agua que va clareando; los peces cruzan sus rayos. "Hijo Solo" movió el rabo, despacio, casi como un gato; abrió la boca, no mucho; chasqueó la lengua, también despacio. Y sus ojos se hicieron transparentes. No deseaba ver más el Singuncha; no esperaba más del mundo.

Le siguió el perro. Quedó tranquilo, echado sobre los pellejos en que el cholito dormía, junto a la despensa, en una habitación fría y húmeda, debajo del muro de la huerta. Cuando llovía o regaban, rezumaba agua por ese muro.

Quizá los perros conocen mejor al hombre que nosotros a ellos. "Hijo Solo" comprendió cuál era la condición de sus dueños. No salió durante días y semanas del cuarto. ¿Sabía también que los dueños de la hacienda, los que vivían en esta y en la otra banda se odiaban a muerte? ¿Había oído las historias y rumores que corrían en los pueblos sobre los señores de "Lucas Huayk'o"?

—¿Viven aún los dos?—se preguntaban en las aldeas—. ¿Qué han derrumbado esta semana? ¿Los cercos, las tomas de agua, los andenes?

—Dicen que don Adalberto ha desbarrancado en la noche doce vacas lecheras de su hermano. Con veinte peones las robó y las espantó al abismo. Ni la carne han aprovechado. Cayeron hasta el río. Los pumas y los cóndores están despedazando a los animales finos.

—¡Anticristos!

—¡Y su padre vive!

—¡Se emborracha! ¡Predica como diablo contra sus hijos! Se aloca.

—¿De dónde, de quién vendrá la maldición?

No criaban ya animales caseros ninguno de los dos señores. No criaban perros. Podían ser objetos de venganza, fáciles.

—"Lucas Huayk'o" arde. Dicen que el sol es allí peor. ¡Se enciende! ¿Cómo vivirá la gente? Los viajeros pasan corriendo el puente.

Sin embargo "Hijo Solo" conquistó su derecho a vivir en la hacienda. Él y su dueño procedieron con sabiduría. Un perro allí era necesario más que en otros sitios y hogares. Pero los habían matado a balazos, con veneno o ahorcándolos en los árboles, a todos los que ambos señores criaron, en esta y en la otra banda.

Los primeros ladridos de "Hijo Solo" fueron escuchados en toda la quebrada. Desde lo alto del corredor. "Hijo Solo" ladró al descubrir una piara de mulas que se acercaban al puente. Se alarmó el patrón. Salió a verlo. Singu corrió a defenderlo.

—¿Es tuyo? ¿Desde cuando?

—Desde la otra vida, señor—contestó apresuradamente el sirviente.

—¿Qué?

—Juntos, pues, habremos nacido, señor. Aquí nos hemos encontrado. Ha venido solito. En el callejón se ha quedado, oliendo. Nos hemos conocido. Don Adalberto no le va ha hacer caso. De "endio" es, no es de werak'ocha. Tranquilo va cuidar la hacienda.

—¿Contra quién? ¿Contra el criminal de mi hermano? ¿No sabes que Don Adalberto come sangre?

—Perro de mí es, pues, señor. Tranquilo va a ladrar. No contra Don Alberto.

"Hijo Solo" los escuchaba inquieto. Miraba al dueño de la hacienda, con esa cristalina luz que tenía en los ojos, desde la tarde en que fue alimentado y saciado por Singuncha, junto a la puerta falsa de la casa grande.

—Es simpático; chusco. Lo matarán sin duda—dijo Don Angel—. Se desprecia a los perros. Se les mata fácil. No hay condena por eso. Que se quede, pues, Singuncha. No te separes de él. Que ladre poco. Te cuidará cuando riegues de noche la alfalfa. Enséñale que no ladre fuerte. Le beberá la sangre siempre, ese Caín, ¿Cómo se llama? Su ladrar ha traído recuerdos a la quebrada.

—"Hijo Solo", patrón.

Movió el rabo. Miró al dueño, con alegría. Sus ojos amarillos tenían la placidez de la luz, no del crepúsculo sino del sol declinante, que se posaba sobre las cumbres ya sin ardor, dulcemente, mientras las calandrias cantaban desde los grandes árboles de la huerta.

"Más fácil es ver aquí un perro muerto. Ya no tengo costumbre de verlos vivos. Allá él. Quizá mi hermano los despache a los dos juntos. Volverán al otro mundo, rápido".

El dueño de la hacienda bajó al patio, hablando en voz baja. No se dieron cuenta durante mucho tiempo. El perro exploró toda la hacienda por la banda izquierda que pertenecía a Don Angel. No escandalizaba. Jugaba en el campo con el pequeño sirviente. Se perdía en la alfalfa floreada; corría a saltos, levantando la cabeza, para mirar a su dueño. Su cuerpo amarillo, lustroso ya, por el buen trato, resaltaba entre el verde feliz de la alfalfa y las flores moradas. Singuncha reía.

—¡Hijos de Dios en medio de la maldición! —decía de ellos la cocinera.

El perro pretendía atrapar a los chihuillos que vivían en los hosques de retama de los pequeños abismos. El cllihuillo tiene vuelo lento y bajo; da la impresión de que va a caer, que está cansado. El perro se lanzaba, anhelante, tras de los chihuillos, cuando cruzaban los campos de alfalfa buscando los árboles que orillaban las acequias. El Singuncha reía a carcajadas. La misma absurda pretensión hacía saltar al perro, la orilla del río, cuando veía pasar a los patos, que eran raros en "Lucas Huayk'o".

Singu era becerro, ayudante de cocina, guía de las yuntas de aradores, vigilante de los riegos, espantador de pájaros, mandadero. Todo lo hacía con entusiasmo. Y desde que encontró a su perro "Hijo Solo", fue aún más diligente. Había trabajado siempre. Huérfano recogido, recibió órdenes desde que pudo caminar.

Lo alimentaron bien, con suero, leche, desperdieios de la comida, huesos, papas y cuajada. El patrón lo dejó al cuidado de las cocineras. Le tuvieron lástima. Era sanguíneo, de ojos vivos. No era tonto. Entendía bien las órdenes. No lloraba. Cuando lo enviaban al campo, le llenaban la bolsa con mote y queso. Regresaba cantando y silbando. Los señores peleaban, procuraban quitarse peones. Los trataban bien por eso. El otro, Don Adalberto, tenía los molinos, los campos de cebada y trigo, las aldeas de la hacienda, y las minas. Don Angel los alfalfares, la huerta, el ganado, el trapiche.

Singu no tomaba parte aún en la guerra. La matanza de los animales, los incendios de los campos de trigo, las peleas, se producían de repente. Corrían; el patrón daba órdenes, traía los caballos. Se armaban de látigos y lanzas. El patrón se ponía un cinturón con dos fundas de pistolas. Partían al galope. La quebrada pesaba, el aire parecía caliente. La cocinera 1loraba. Los árboles se mecían con el viento; se inclinaban mucho, como si estuvieran condenados a derrumbarse; las sombras vibraban sobre el agua. Singuncha bajaba hasta el puente. El tropel de los caballos, los insultos en quechua de los jinetes, su huída por el camino angosto; todo le confirmaba que en "Lucas Huayk'o", de veras, el demonio salía a desplegar sus alas negras y a batir el vientot desde las cumbres.

Hubo un período de calma en la quebrada; coincidió con la llegada de "Hijo Solo".

—Este perro puede ser más de lo que parece —comentó Don Angel semanas después.

Pero sorprendieron a "Hijo Solo", en medio del puente, al medio día.

Singuncha gritó, pidió auxilio. Lo envolvieron con un poncho, le dieron de puntapiés.

Oyó que el perro caía al río. El sonido fue hondo, no como el de un pequeño animal que golpeara con su desigual cuepo la superficie del remanso. A él lo dejaron con un costal sucio amarrado al cuello.

Mientras se arrancaba el costal de la cabeza, huyeron los emisarios de Don Adalberto. Los pudo ver aún en el recodo del camino, sobre la tierra roja del barranco.

Nadie había oído los gritos del becerrero. El remanso brillaba, tenía espuma en el centro, donde se percibía la corriente.

Singu miró el agua. Era transparente, pero honda. Cantaba con voz profunda; no sólo ella, sino también los árboles y el abismo de rocas de la orilla, y los loros altísimos que viajaban por el espacio. Singu no alcanzaría jamás a "Hijo Solo". Iba a lanzarse al agua. Dudó y corrió después, sacudiendo su pantalón remendado, su ponchito de ovejas. Pasó a la otra banda, a la del demonio Don Adalberto; bajó el remanso. Era profundo pero corto. Saltando sobre las piedras como un pájaro, más líbero que las cabras, siguió por la orilla, mirando el agua, sin llorar. Su rostro brillaba, parecía sorber el río.

¡Era cierto! "Hijo Solo" luchaba, a media agua. El Singuncha se lanzó a la corriente, en la zona del vado. Pudo sumergirse. Siempre llevaba, a manera de cuchillo, un trozo de fleje que él había afilado en las piedras. Pero el perro estaba ya aturdido, boqueando. El río los llevó lejos, golpeándolos en las cascadas. Cerca del recodo, tras el que aparecían los molinos de Don Adalberto, Singuncha pudo agarrarse de las ramas de un sauce que caían a la corriente. Luchó fuerte, y salió a la orilla, arrastrando al perro.

Se tendieron en la arena. "Hijo Solo" boqueaba, vomitaba agua como un odre.

Singuncha empezó a temblar, a rechinar los dientes. Tartamudeando maldecía a Don Adalberto, en quechua: "Excremento del infierno, posma del demonio. Que el sol te derrita como a la velas que los condenados llevan a los nevados. ¡Te clavarán con cadenas en la cima de "Aukimana"; "Hijo Solo" comerá tus ojos, tu lengua, y vomitará tu pestilencia, como ahora! ¡Vamos a vivir, pues!"

Se calentó en la arena el perro; puso su cabeza sobre el cuerpo del Singuncha; moviendo sus "anteojos", lo miraba. Entonces lloró Singu.

—¡ Papacito! ¡Flor! ¡Amarillito! ¡Jilguero!

Le tocaba las manchas redondas que tenía en la frente, sus "anteojos".

—iVamos a matar a Don Adalberto! ¡Dice Dios quiere!—le dijo.

Sabía que en los bosques de retama y lambras de Los Molinos cantaban las torcazas más hermosas del mundo. Desde centenares de pueblos venían los forasteros a hacer moler su trigo a "Lucas Huayk'o", porque se afirmaba que esas palomas eran la voz del Señor, sus criaturas. Hacían turnos que duraban meses, y Don Adalberto tenía peones de sobra. Se reía de su hermano.

—¡Para mí cantan, por orden del cielo, estas palomas ! —decía—. Me traen gente de cinco provincias.

Escondido, Singuncha rezó toda la tarde. Oyó, llorando, el canto de las torcazas que se posaron en el bosque, a tomar sombra.

Al anochecer se encaminó hacia Los Molinos. Pasó frente al recodo del río; iba escondiéndose tras los arbustos y las piedras. Llegó frente al caserío donde residía Don Adalberto; pudo ver los techos de calamina del primer molino, del más alto.

Cortó un retazo de su camisa, y lo deshizo, hilo tras hilo; escarmenándolas con las uñas, formó una mota con las hilachas, las convirtió en una mecha suave.

Había escogido las piedras, las había probado. Hicieron buenas chispas; prendieron fuerte aún a plena luz del sol.

Más tarde vendrían "concertados" a la orilla del río, a vigilar, armados de escopetas. Anochecía. Los patitos volaban a poca altura del agua. Singu los vio de cerca; pudo gozar contemplando las manchas rojas de sus alas y las ondas azules, brillantes, que adornaban sus ojos y la cabeza.

—¡Adiós niñitas¡—les dijo en voz alta.

Sabía que el sonido del río apagaría su voz. Pero agarró del hocico al "Hijo Solo" para que no ladrase. El ladrido de los perros corta todos los sonidos que brotan de la tierra.

Tupidas matas de retama seca escalaban la ladera, desde el río. No las quemaban ni las tumbaban, porque vivían allí las torcazas.

Llegaron palomas en grandes bandadas, y empezaron a cantar.

Singuncha escogió hojas secas de yerbas y las cubrió con ramas viejas de k'opayso y retama. No oía el canto. Su corazón ardía. Hizo chocar los pedernales junto a la mecha. Varios trozos de fuego cayeron sobre el trapo deshilachado y lo prendieron. Se agachó; de rodillas mientras con un brazo tenía al perro por el cuello, sopló. Y casi de pronto se alzó el fuego. Se retorcieron las ramas. Una llamarada pura empezó a lamer el bosque, a devorarlo.

—¡Señorcito Dios! ¡Levanta fuego! ¡Levanta fuego! ¡Dale la vuelta! ¡Cuida!—gritó alejándose, y volvió a arrodillarse sobre la arena.

Se quedó un buen rato en el río. Oyó gritos, y tiros de carabina y dinamita.

Volvió hacia el remanso. Más allá del recodo, cerca del vado, se lanzó al río. "Hijo Solo" aulló un poco y lo siguió. Llegaban las palomas a esta banda, a la de Don Angen volando descarriadas, cayendo a los alfalfares, tonteando por los aires.

Pero Singu se iba ya; no prestaba oído ni atención verdaderos a la quebrada; subía hacia los pueblos de altura. Con su perro, lo tomarían de pastor en cualquier estancia; o el Señor Dios lo haría llamar con algún mensajero, el Jakakllu o el Patrón de Santiago. Entonces seguiría de frente, hasta las cumbres; y por algún arco iris escalaría al cielo, cantando a dúo con el "Hijo Solo".

—¡Amarillito! ¡Jilguero! —iba diciéndole en voz alta, mientras cruzaban los campos de alfalfa, a la luz de las llamas que devoraban la otra banda de la hacienda.

En la quebrada se avivó más ferozmente la guerra de los hermanos Caínes. Porque Don Adalberto no murió en el incendio.


(1957)


domingo, 20 de julio de 2008

Juan Emar.

18:31

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EL UNICORNIO (Texto completo)

Autor: Juan Emar.

Desiderio Longotoma es el hombre más distraído de esta ciudad. Se vio obligado a enviar a todos los periódicos el siguiente aviso:

"Ayer, entre las 4 y 5 de la tarde, en el sector comprendido al N por la calle de los Perales, al S por el Tajamar, al E por la calle del Rey y al O por la del Macetero Blanco, perdí mis mejores ideas y mis más puras intenciones, es decir, mi personalidad de hombre. Daré magnífica gratificación a quien la encuentre y la traiga a mi domicilio, calle de la Nevada, 101."

El mismo día recorrí el sector indicado. Tras larga búsqueda encontré en un tarro de basuras un molar de vaca. No dudé un instante. Lo cogí y me encaminé al 101 de la Nevada.

Once personas hacían cola frente a la puerta de Desiderio Longotoma. Cada una tenía algo en las manos y abrigaba la certeza que ello era la personalidad humana perdida la víspera.

La primera tenía: un frasquito lleno de arena;

la segunda: un lagarto vivo;

la tercera: un viejo paraguas de cacha de marfil;

la cuarta: un par de criadillas crudas;

la quinta: una flor;

la sexta: una barba postiza;

la séptima: un microscopio;

la octava: una pluma de gallineta;

la novena: una copa de perfumes;

la décima: una mariposa;

la undécima: su propio hijo.

El criado de Desiderio Longotoma nos hizo pasar uno a uno.

Desiderio Longotoma estaba de pie al fondo de su salón. Siempre igual, risueño, grueso, con sus bigotitos negros, afable, tranquilo.

Aceptó todo cuanto se le llevó. Distribuyó generoso las gratificaciones ofrecidas.

A la primera le dio: un cortaplumas;

a la segunda: dos cigarros puros;

a la tercera: un cascabel;

a la cuarta: una esponja de caucho;

a la quinta: un lince embalsamado;

a la sexta: una tira de terciopelo azul;

a la séptima: un par de huevos al plato;

a la octava: un pequeño reloj;

a la novena; una trampa para conejos;

a la décima: un llavero;

a la undécima: una libra de azúcar;

a mí: una corbata gris.

Tres días más tarde visité a Desiderio Longotoma. Quería, en su presencia, instruirme sobre varios puntos que no es el caso mencionar aquí.

Desiderio Longotoma estaba en cama. Sobre la cabecera haa colocado, en una red de alambre que avanzaba hasta la mitad del ledo, las doce creencias de nosotros doce sobre su personalidad perdida.

Bajo el total, Desiderio Longotoma meditaba.

(Observación al pasar: la muela de vaca quedaba justo encima de su esternón).

Esta meditación cobijada me recordó el consejo que el mismo personaje me dio el 1° de octubre del año pasado bajo el árbol de coral.

Después de largo silencio, Desiderio Longotoma me dijo:

Deseo contraer matrimonio. Sólo puedo meditar a la sombra de algo. Deseo contraer matrimonio para meditar a la sombra de dos cuernos. He pensado en Matilde Atacama, la viuda del malogrado Rudecindo Malleco. Esta mujer, aparte de ser hermosa cual ninguna, tomó el hábito del amor cerebral. Como yo nada conozco de él, Matilde no tardará en engañarme. Lo único que me preocupa es la elección que haga referente a su amante. Pues hay hombres que, al poseer a una osa ajena, hacen nacer, sobre el testuz del marido, cuernos de toro; otros, de macho cabrío; otros, de ciervo; otros, de búfalo; otros, de anta; otros, de musmón...; en fin, de todos cuantos nos ofrece la zoología. Y yo quiero meditar bajo los grandes cuernos del ciervo. Nada más.

Insinué:

¿Cree usted que yo...?

Contestó: De ningún modo. Usted haría crecer el cuerno único del unicornio.

El unicornio habita en las selvas de los confines de la Etiopia.

El unicornio se alimenta únicamente de los pétalos fragantes de los nenúfares dormidos.

Ello no quita que su excremento sea extremadamente fétido.

El unicornio, para sus horas de reposo, fabrica con su cuerno único vastas grutas en la tierra muelle de los pantanos. De lo alto de estas grutas cuelgan estalacticas de ámbar y arañas velludas de un hilo de plata.

El unicornio no se domestica. Cuando divisa al hombre se volatiliza todo él, salvo su cuerno que cae a tierra y queda recto sobre ella. Luego echa hojas dentadas y frutos encarnados. Se le conoce entonces con el nombre de "El Arbol de la Quietud".

Sus frutos, mezclados a la leche, son el más violento veneno para las muchachas en flor. Esto, Marcel Proust lo ignoraba. De haberlo sabido, se hubiese evitado varios volúmenes.

Las muchachas muertas así no se descomponen. Quedan marmóreas hasta la eternidad. El hombre que las contempla en su mármol pierde para siempre todo interés por toda muchacha que hable, respire y se traslade en el espacio.

No veo por qué causa cuanto se refiere al unicornio sea contrario a las intenciones de Desiderio Longotoma.

Desiderio Longotoma insiste:

¡Cuernos de ciervo! ¡Nada más!

Golpearon a la puerta. Entró una dama anciana. Entre sus manos traía un pedazo de arcilla en el que se hallaba enterrado, por el tacón, un viejo zapato de mujer conteniendo un verso de Espronceda.

Desiderio Longotoma agradeció vivamente, obsequió como gratificación un pergamino y una ostra y, cuando la dama se hubo marchado, ensartó el todo en la punta del paraguas de cacha de marfil. Luego repitió:

¡Cuernos de ciervo! ¡Nada más!

Desiderio Longotoma ha contraído matrimonio con Matilde Atacama.

Matilde Atacama ha tomado un amante que ha hecho crecer sobre la nuca de Desiderio Longotoma dos enormes cuernos de ciervo. El hombre puede, pues, meditar en paz.

Después de sus meditaciones hizo lo siguiente:

Compró una máquina trituradora, modelo XY 6, ocho cilindros, presión hidráulica. En ella echó los trece hallazgos que le remitimos cuando la pérdida de su personalidad. Y los trituró.

Los trituró y los molió hasta dejarlos convertidos en un finísimo polvo homogéneo. Este polvo lo guardó en una retorta que cerró herméticamente y que expuso cinco minutos a la luz de la Luna.

Mientras esto hacía, Matilde Atacama estaba en brazos de su amante, y yo terminaba los preparativos de viaje a los confines de la Etiopía.

Me embarqué en Valparaíso en el S. S. Orangután y treinta y siete días más tarde desembarqué en Alejandría.

Sigo a El Cairo. Visita a las Pirámides.

Por la noche, visita al observatorio astronómico. Contemplé largo rato los magníficos resplandores de Sirio y los reconocí de cuatro años antes desde el observatorio del San Cristóbal. Luego contemplé la Luna. También reconocí sus montañas y, sobre todo, uno como enorme monolito, solo, desamparado, en medio de un inmenso desierto al parecer de hielo o de leche.

Al reconocer así, me toma súbitamente la duda de la veracidad de El Cairo y de Santiago como dos diferencias en el espacio. Primó la idea de simultaneidad espacial. Se insinuó con Sirio y las montañas lunares; se acentuó, me llenó, mientras aquel monolito blanco pasaba a través de mi ojo.

Al día siguiente, segunda visita a las Pirámides. Con el extremo del bastón golpeé repetidas veces una piedra de la base de la pirámide Cheops. De este modo, con cada golpe, me deshaciéndose la idea enviada por la Luna, y El Cairo y mi ciudad natal se desprendieron por entre océanos y continentes.

Sigo en bote a la vela por el Nilo, luego en camello por toda clase de altiplanicies y, tres meses después de haber salido de Santiago, llego a los confines de la Etiopia.

Dos días de ejercicios rítmicos para habituarme al clima y ¡listo! He aquí cómo:

Me coloqué en cuclillas al pie de un abedul teniendo a un lado una jarra con agua, al otro unos panecillos de la región, sobre la cabeza un despertador automático que sonaba apenas tenía sueño y, a mis pies, el retrato de una mujer desnuda que previamente atravesé con un colmillo de lobo y que coloqué sobre una casulla del siglo XVI. Y esperé, esperé, esperé... 24 horas, 48 horas, 96 horas, 192 horas, y...:

Grácil, ágil, esbelto, silbante, luminoso, apareció por entre los verdes de la selva un soberbio ejemplar de unicornio.

Ahora era menester lanzar un grito para llamarle la atención, me viera y se volatilizara. Grité:

¡¡Presenten arrr...!!

El unicornio se volvió hacia mí, me miró y se volatilizó. Y mientras su cuerno caía a tierra, se arrugó el retrato de la mujer desnuda y un guacamayo cantó.

Cayó el cuerno y enterró su base. Minutos más tarde echaba hojas dentadas; horas más tarde echaba un hermoso fruto encarnado. Con unas largas tijeras lo corté, lo envolví en la casulla y, terminada mi misión, a grandes pasos me dirigí hacia el Mar Rojo.

Allí un submarino me aguardaba. Regresamos por las profundidades de los océanos, pasando bajo los continentes, lo que me permitió hacer dos observaciones. Una: ningún continente, ninguna tierra del planeta, está adherida; todas flotan. Otra: la Tierra no gira sobre sí misma; la Tierra misma está completamente inmóvil respecto a su eje; lo que gira es esta capa de agua que la envuelve y sus continentes flotantes; pero su núcleo (es decir casi toda ella)repitono.

Al participarle esta segunda observación al Primer Ingeniero, me miró un rato, sonrió, luego me golpeó el hombro y se marchó a su cabina. Un minuto después volvía con una pelota de tenis que hizo girar sobre sí misma entre sus dedos. Me preguntó:

¿Gira o no sobre sí misma?

Respondí:

Ciertamente.

Pues bienprosiguió—, es lo mismo con la Tierra: puesto que gira aquí en la pelota la goma y la badana que la envuelve, ¿qué importa lo que haga el vacío interior? La pelota gira y no hay más. Alegar lo contrario, amigo, es caer en demasiadas sutilezas.

Permítame usted, señor Primer Ingeniero. Si esa pelota fuese en su interior, pongamos una bola de madera y usted, al mover los dedos, hiciese girar y resbalar sobre tal bola la badana exterior, ¿giraría el total? Yo digo: no. Y tal es, creo, el caso de la Tierra.

Se equivoca usted, amigo mío. La Tierra es como esta pelota y no como la que imagina usted. Dentro de ella no hay nada, dentro de ella es el vacío.

¿Es posible?

Muy posible. Dése usted el trabajo de pensar un poco: piense que si dentro hubiese algo, ese fuego de que se habla, o esas capas con demonios y sabandijas gratas a su amigo Desiderio Longotoma, o lo que fuese, ¿cree usted que seríamos, nosotros los hombres, los tristes y malogrados seres que somos? ¿Cree usted que iríamos, como vamos, penando entre los dolores, las miserias y el amor? No por cierto, amigo mío. Tenga usted la certeza que una luz brillaría en nuestras frentes altivas. En el interior de la Tierra es el vacío.

Me dirigí al Piloto Primero. Me dijo:

Tiene usted razón. El interior de la Tierra está inmóvil respecto a su eje, no gira. Lo que gira es esta capa de agua con sus sólidos en flotación.

Sin embargome atreví a insinuar hay quienes dicen que más allá de estas aguas no hay absolutamente nada.

Errorrespondió—. Todo el interior está formado por un metal oscuro, compacto, imperforable, un metal duro y mudo. Si así no fuese, si existiese allí un inmenso hueco capaz de ser recorrido y atravesado por aves y por espíritus, ¿cree usted que seríamos, nosotros los hombres, los pesarosos y angustiados seres que somos? No, señor. Una sonrisa divina acompañaría siempre nuestros rostros y la mueca del pesar nos sería totalmente desconocida. En el interior de la Tierra sólo hay un metal negro y pesado como el destino.

Haya lo que hayadije—, desearía saber otra cosa, señor Piloto Primero: ¿por qué en un submarino como éste hay una pelota de tenis?

Eso, señor míorespondió—, no lo sabrá usted jamás.

Dicho lo cual se alejó.

Siguió nuestra navegación. Veintiocho días después de habernos despegado de las costas del Mar Rojo, pasamos bajo los Andes. Vimos desde el fondo el enorme cráter del Quizapu como un tubo lóbrego y carcomido. Como era de noche en aquel instante, vimos arriba, coronándolo, un cometa que pasaba.

Al penetrar en las aguas del Pacífico, salimos por primera vez a superficie. A media milla de nosotros pasaba, rumbo al sur, un bote del Caleuche, tripulado por tres brujos muertos de pie. Sobre el lomo del submarino se formó una discusión. Aseguró el Primer Ingeniero:

—Esos tres cadáveres son de sexo masculino, pues han de saber ustedes, que desde que el Caleuche existe, es decir desde que Dios separó los mares de las tierras, quedó formalmente establecido que jamás ninguna bruja muerta podría ocupar ninguno de sus botes.

El Piloto Primero hizo una mueca y, pidiéndole el catalejo al Capitán, dijo solemnemente:

Un momento.

Miró largo rato. Luego prosiguió:

Señor Primer Ingeniero, se equivoca usted. El tercer cadáver, el que va a popa, pertenece al sexo femenino. Amigo (se dirigió a mí), confírmelo usted.

Y me alargó el catalejo.

En verdad aquel cadáver era más pequeño que los otros dos, de su cráneo raído colgaban algunas largas mechas que hacían pensar más en la cabellera de un ser que hubiese sido femenino al pasar por este mundo, y bajo los harapos se adivinaba en su pecho materia blanda, de jalea, y no recias costillas como en los otros dos.

Tales observaciones no pusieron fin a la discusión. El Primer Ingeniero exclamó:

—Señor Piloto Primero, no me contradiga usted. Mi ciencia sobre el Caleuche es total. Y prueba de ello, vea usted: son en este momento las 2 y 38 minutos. Pues bien, siendo que sopla un viento noroeste fuerza 3 y siendo que hay sólo dos nubes en el cielo y ningún pez a la vista, el Caleuche debe pasar dos horas diez y siete minutos después que una embarcación suya tripulada por tres cadáveres.

Esperamos.

En efecto, a las 4 y 55, vimos a babor las puntas de los palos del barco y, bajo las aguas, el resplandor de sus luces submarinas.

La ciencia del Primer Ingeniero era, sin duda, profunda. Sin embargo el Piloto Primero no dio su brazo a torcer. Sonreía con malicia solamente. Después me llamó a un lado y me dijo al oído:

—El señor Primer Ingeniero sabe mucho, una enormidad, respecto a la relación de tiempo y distancia entre el Caleuche y sus embarcaciones, pero en lo que se refiere al sexo de los cadáveres que tripulan estas últimas, créame usted, es un perfecto ignorante.

Y sin más, nos metimos submarino adentro para sumergirnos nuevamente.

Dos días más tarde aparecíamos en Valparaíso.

Viajé a Santiago en auto esa misma noche.

A las 2 de la madrugada estoy frente a mi casa con la casulla y el fruto encarnado bajo el brazo, mientras el coche se aleja presuroso.

Y empieza otra historia.

No corría aún un minuto, cuando un deseo me cogió: abrir mi puerta con otra llave, entrar en puntillas en el más absoluto silencio, aguardar largo rato tras cada paso, temblar con el ruido de las ratas y robar, robar cuanto pudiera en mi propia casa.

Así lo hice.

De un armario saqué un gran trapo negro para ir echando los objetos robados. Tengo en mi escritorio la calavera de Sarah Bernhardt: me la robé. En el hall tengo un cuadro de Luis Vargas Rosas, me lo robé. En el comedor tengo dos viejos saleros de oro, me los robé. Y en rodos los rincones de la casa tengo las obras completas de don Diego Barros Arana, me las robé.

Así llegué a mi dormitorio.

A esa hora y ese díasi Desiderio Longotoma no me hubiese hablado del unicornio debería yo estar en cama durmiendo. A esa hora y ese día, si un ratero hubiese entrado a mi habitación, después de desvalijar media casa, debería yo despertar y, alzándome bruscamente de entre las sábanas, gritar: "¿Quién vive?" Así es que desperté y grité.

Si saqueando alguna vez el dormitorio de un ciudadano honesto oyese yo en la noche su voz de alarma, debería agazaparme tras un ropero y esperar ansioso, corriendo la mano hacia un arma, en este caso, hacia las largas tijeras que allá en los confines de la Etiopía me sirvieron para cortar el fruto del árbol de la quietud. Así es que me escondí y mi mano se armó. Silencio.

Ante el silencio, volví a gritar: "¿Quién vive?"

Apreté las tijeras. Mi respiración jadeante rebotó contra las tablas del ropero que me ocultaba.

Desde mi cama, oí su jadear. ¡Ni un momento que perder! Salté al suelo, cogí del cajón del velador mi revólver y, ¡luz!

Al verme iluminado y sorprendido, no vacilé. Salté como un leopardo, altas las puntas de las tijeras.

Al verme así acometido, apunté y disparé.

Al ver la boca del revólver hice un rápido gesto para esquivar. La bala me rozó la sien derecha y fue a incrustarse en el espejo de enfrente. Entonces pegué con las tijeras con toda la fuerza de mi brazo, hundiéndolas en el vientre.

Herido, tajeado así, el revólver se me escapó y caí cuan largo soy.

Fue lo que aproveché para ajustar un segundo tijeretazo y, esta vez, escogí el corazón.

Con el corazón perforado, fallecí.

Eran las 2 y 37 de la madrugada.

Ante mi cuerpo muerto y sanguinolento, retrocedí con paso cauteloso. Recordé entonces el cuerpo yerto de Scarpia mientras Tosca retrocede.

Volví a cruzar, de espaldas, el umbral de casa. Volví a respirar la humedad del asfalto. Un nombre resonó en el silencio de mi cabeza: ¡Camila!

Me guarecí aquella noche en un hotel cualquiera. Repetí: ¡Camila!

Dormí.

Al día siguiente la prensa anunciaba mi muerte con grandes letras, encabezando los artículos con estas palabras:

ESPANTOSO CRIMEN

Al día subsiguiente la prensa daba cuenta de mis solemnes funerales.

Ya una vez sepultado, largo a largo bajo el pasto, las cucarachas y las hormigas, volvió a resonar en mi cabeza vacía aquel nombre idolatrado de ¡Camila, Camila, Camila!

Entonces pensé que el fruto del árbol de la quietud, mezclado con leche, fue lo que ignoró Marcel Proust.

¡Camila!

Marqué su número de teléfono: 52061. ¡Camila!

Lo que siempre a Camila le reproché, entre risas y sarcasmos de ella, fue su absoluta ignorancia. Camila, hasta hace pocos días, creía que las cáscaras de las almendras eran fabricadas por carpinteros especialistas para proteger el fruto mismo; que Hitler y Stalin eran dos personajes íntimamente ligados a nuestro Congreso Nacional; que las ratas nacían espontáneamente de los trastos acumulados en los sótanos; que Mussolini era ciudadano argentino; que la batalla de Yungay había tenido lugar en 1914 en la frontera franco-belga. Camila vivía fuera de toda realidad, fuera de todos los hechos. Camila ignoraba, pues, el espantoso crimen y la triste sepultación. Así es que, al verme llegar a su casa, corrió alegre hacia mí y me tendió sus brazos con una soltura de animalito nuevo.

Luego, riendo de buena gana, indicó la casulla bajo mi brazo y me gritó:

¿Tú de fraile?

Entonces, ante sus ojos atónitos, la desenvolví y le mostré el magnífico fruto encarnado.

—¿Se come? —me preguntó.

Tras mi afirmación lo cogió entre sus manos y, con una caricia larga, suave y húmeda, le pasó de alto a bajo su lengüita palpitante. En seguida quiso enterrar en él sus dientes. La detuve.

Así no. Podría hacerte daño. Hay que mezclarlo con leche.

Cuando se está sepultado largo a largo bajo las hormigas y las cucarachas de un cementerio, todo sentimiento de responsabilidad desaparece.

Este sentimiento se hace activo y clava cuando los demás hombres le muestran a uno con el dedo, por las calles, al pasar.

Pero si uno se halla largo a largo, no hay dedo que logre perforar una lápida funeraria.

Comimos ambos del fruto encarnado. Sólo que ella era una muchacha en flor.

Sobre la misma mesa recosté el cadáver de mármol de Camila y, muy lentamentepor fin—, lo desnudé. Tal cual ella había hecho momentos antes con el fruto, hice yo ahora desde sus cabellos hasta sus pies. Luego quedó envuelta en el gran trapo negro que saqué del armario. Trapo vacío. Pues los objetos robados fueron cayendo a lo largo de las aceras mientras de mi casa me dirigía al hotel murmurando el nombre idolatrado de Camila.

Nuevamente por las aceras, bajo el peso de su mármol. Allá en su casa, en los diferentes sitios ocupados por ella cuando vivía, han quedado pedazos de la casulla del siglo XVI, y sobre su cama, las largas tijeras.

Desiderio Longotoma hace gimnasia todas las mañanas. Luego se baña en agua a 39 grados. Luego, durante no menos de media hora, se fricciona el pecho y las extremidades con el finísimo polvo homogéneo que le proporcionó su máquina XY 6, ocho cilindros, presión hidráulica.

Esto es magnífico para la saludme dijo apenas me apercibió—. Lástima que usted no vaya jamás a gozar de estas fricciones porque su memoria es admirable. Yo, gracias a la debilidad de la mía, ya ve usted, desafío como si tal cosa los rigores del invierno, los calores estivales, las grandes comidas, las bebidas fuertes, el tabaco y el amor.

Terminadas sus fricciones, se vistió y se acicaló con marcado esmero. Se puso una flor en el ojal. Pasó a su salón. Encendió un habano. Echó la pierna arriba. Se frotó las manos. Me preguntó:

¿Qué lleva usted ahí?

Cayó el trapo negro.

—¡Camila!

Blanca, fría, dura en su desnudez hecha de este modo indecorosa hasta el grado máximo del placer.

Pasada la medianoche, como dos granujas misteriosos, Desiderio Longotoma y yo, salimos del 101 de la calle de la Nevada llevando, él por los pies, yo por la cabeza, los restos de Camila. Las aceras por tercera vez.

A mitad de camino, a pedido mío, cambiamos de posición. Él tomó la cabeza, yo los pies. Pues yo siempre he encontrado en los pies de Camila tema mucho más hondo de meditación que en sus cabellos.

Una hora más tarde entrábamos al cementerio.

Diez minutos después hallábamos mi tumba y adivinábamos a través de la lápida la sórdida descomposición de mis visceras.

Desiderio Longotoma oró largo rato con voz menuda y precipitada.

Luego arrancamos de mi tumba la cruz y nos dirigimos a la de Julián Ocoa que fue siempre hombre bueno y violinista distinguido. Sobre ella la colocamos ya que él nunca creyó en Dios ni en Jesucristo su único hijo.

Recogimos después a Camila, quedada momentáneamente en el césped; la alzamos; y enterramos sus piececitos en el sitio en que, momentos antes, se enterraba el de la cruz.

Esta vez oramos los dos y un grillo.

Al día siguiente los artistas discutían la nueva escultura.

Hubo quienes hallaron aquello de un naturalismo demasiado osado; hubo quienes, de una estilización exagerada. Hubo quienes la emparentaron a Atenas; quienes, a Bizancio; quienes, a Florencia; quienes, a París. Hubo quienes consideraron ultrajante hacer brillar el cuerpo púber de una virgen sobre los que ya no son; hubo quienes aseguraron que la desnudez de una muchacha en flor redimía, con su presencia, todas las faltas de cuántos duermen bajo tierra. Hubo quien arrojó a sus pies un cardo; quien, una orquídea; quien, un escupitajo; quien un puñado de corales y madreperlas.

Yo observaba todo aquello tras un ciprés; Desiderio Longotoma, agazapado en una fosa vacía.

Tres días más tarde ningún artista volvió a opinar palabra sobre los mármoles de Camila. Vino entonces el invierno y la lluvia corrió helada sobre sus formas puras frente a las nubes.

Dos horas antes de aparecer el sol tras los Andes, voy, diariamente, con pasos lentos, al cementerio.

Me coloco frente a mi tumba y a Camila. Inmóvil, medito.

Quiero hacer mi meditación profunda. Quiero que abarque la muerte toda y todos sus arcanos. Pero una imagen flotante me distrae. Una imagen que quiero imitar, reproducir allí mismo para que entonces, sí, pueda mi honda meditación no dejar arcano sin penetrar.

Es la imagen de Hamlet junto a la fosa. No; es la imagen colgada en el muro de la casa de mis padres representando a Hamlet junto a la fosa.

Por imitarla, porque todo aquel cuadro, mi cuadro, sea semejante al otro, al del muro, no penetro arcano alguno de la muerte.

Sólo veo a Camila. Sólo me pregunto quiénes estaban en la verdad y quiénes erraban: Atenas o Bizancio, Florencia o París. Sólo llego a la conclusión que el yerro era general y que era causado porque todos ignoraban lo que realmente representaba la estatua que se erguía ante sus ojos. Entoncesignorantes y para substituir tal ignorancia querían aproximarla a una verdad cualquiera: Atenas, Bizancio, Florencia, París.

Ignoraban que aquello era Camila, mi adorada y desdichada Camila; que aquello era su cuerpecito siempre resistente al amor y hoy a la intemperie de las miradas; que aquello era mi total irresponsabilidad protegida por una lápida mortuoria y hecha mármol por el crimen.

Un mes que, a diario, repito mis visitas.

Durante los primeros veinte días fui solo. Al partir del vigesimoprimero me hizo compañía Desiderio Longotoma.

Ya ese polvo homogéneo de su máquina trituradora se había consumido poros adentro y el buen hombre empezaba a sentirse atraído por la calma oscura de los camposantos.

Usted será mi público, Desiderio Longotoma. ¡Nada de halagos precipitados! Quiero su opinión franca, su opinión espontánea, Desiderio Longotoma.

De acuerdo, amigo, de acuerdo.

Esto, noche a noche.

Tomo en mi izquierda un gran trozo redondo de arcilla. Desde la visita de la dama anciana, los trozos de arcilla en las manos me obsesionan. Entierro en él un zapatito femenino imaginario. No de Camila, no. Entierro el zapatito de charol negro con tacón rojo de Pibesa. Porque a Pibesa la beso, sobre todo cuando se calza así. Y como nunca Camila me dio sus labios, ahora, a través de la imagen de los taconcitos de Pibesa, beso, mudo, a la que ya no es de este mundo.

Alargo un dedo hacia la estatua, y, al tocarla, exclamo despechado, altivo:

"Aquí colgaban esos labios que no sé cuántas veces he besado. ¿Dónde están vuestras bromas ahora? ¿Y esos relámpagos de alegría que hacían de risas rugir la mesa?"

¡Bravo! ¡Bravo!grita frenético Desiderio Longotoma—. ¡Eso es arte!

Y ríe, pues Desiderio Longotoma demuestra su entusiasmo sobre todo riendo. Se oye su reír dulce, de cascada. Yo entonces envalentonado:

"¡Qué! ¡Ni una palabra ahora para mofaros de vuestra propia mueca?"

Hago luego un amplio gesto circular con mi diestra, mientras cae, deshaciéndose, el trozo de arcilla y vuela por los aires la imagen del zapatito ahora de ambas. Mi tragicismo llega a su máxima intensidad. Profiero:

Alas, poor Yorick!

Desiderio Longotoma casi en éxtasis:

—¡Magnífico, amigo, magnífico!

Y ríe interminablemente. Esto, noche a noche, durante diez noches.

Y empieza una tercera historia.

Cirilo Collico es pintor. Es un pintor distinguido, meritorio. Sin tener ni haber tenido jamás audacia alguna, sin que se pueda esperar de él ni un miligramo de novedad, no es posible negarle una cierta sensibilidad dulce, casi femenina, es decir, casi como se ha acordadono sé por qué que debiera ser la sensibilidad femenina. Cirilo Collico gusta de los colores suaves, de los azulinos, los violáceos, los esmeraldas glaucos. Pasa largas horas contemplando las tonalidades esfumadas que dejan sobre los guijarros el tiempo y la lluvia. Una tela de más de medio metro le asusta. Durante los días de sol se encierra en su casa. Durante los días helados va por las calles humildes de los extramuros y a cada momento abandona en el aire gris una lágrima de emoción. Su ideal, su supremo ideal, es pintar alguna vez la luz de un relámpago diurno. Los relámpagos nocturnos le erizan los nervios y los detesta tanto como al Sol, como a Rembrandt, como a Dante, como detesta las armas de fuego y los labios de sangre de las mujeres de mirar sostenido. En cambio, solo en su taller, bajo la claraboya lluviosa de un mediodía invernal, Cirilo Collico vibra como una nota de laúd si, de súbito, sus muros se iluminan un instante con el verde hueco y lavado de un relámpago perdido.

Cirilo Collico es detective. Es un detective agudo, sagaz, de ojos de lince y velocidad de liebre. Durante estos últimos años casi no hay escándalo ni crimen en cuya dilucidación no haya intervenido Cirilo Collico. Cuando los policías oficiales están ante un asunto sin hilo que seguir, siempre hay uno de ellos que llega a su taller a pedirle una posible orientación. Cirilo Collico escucha, anota, estudia, husmea, sale, corre, interroga, atisba, deduce, sorprende y encuentra.

Hace ya varios días hablaba yo sobre el personaje con Javier de Licantén, el inmenso vate.

¿Cómo te explicasle pregunté tal dualidad en un hombre? Pintor fino, delicado, alméndrico, a la par que detective apasionado ante las infamias y la sangre.

No hay talme respondió—. Cirilo Collico es, ha sido y será siempre un detective, nada más que un detective y sólo una cierta pecaminosa vergüenza interioral constatar que fuera de infamia y sangre nada le interesa sólo ella, le hace parodiar en su taller de invierno a un ser sutil y exquisito como las almendras.

Poco después hablé del mismo asunto con el doctor Linderos, eminente psiquiatra. A mi pregunta respondió:

No hay tal. Cirilo Collico es, ha sido y será siempre un finísimo pintor y nada más. Y lo es a tal extremo, a tal extremo es finísimo y a tal extremo se afina más y más, que él mismo ha llegado a sentir que, de seguir así, va a convertirse en un ser totalmente ajeno a la realidad, y a esto le teme grandemente. Entonces, ante el peligro, aprovecha sus momentos de ocio para sumergirse en esa realidad y la busca desnuda y cruel, es decir, con sangre y con infamias.

Sea como fueredije—, desearía saber una cosa, doctor: ¿por qué Cirilo Collico insiste en verme?

Eso, mi amigorespondió—, ya lo sabrá usted, ya lo sabrá.

Y se alejó sonriente.

Ayer me encontré con Cirilo Collico. Paseamos largo rato por las calles hablando de pintura, nada más que de pintura. No hablamos ni una sola palabra de sus actividades detectivescas.

En la calle del Zorro Azul, entre el barullo de los transeúntes, nos cruzamos, de una acera a otra, con Desiderio Longotoma. Al verme, me hizo un signo de inteligencia y después, riendo me gritó:

Alas, poor Yorick!

Enrojecí. Cirilo Collico me detuvo. Luego con acento grave me preguntó:

¿Qué ha dicho ese hombre?

Respondí vacilante:

—Ha dicho una tontería, no sé; creo que: Alas, poor Yorick. Es un tío un tanto chiflado, ¿sabe usted?

Cirilo Collico entonces:

—Está bien.

Una pausa.

Por la noche tendrá usted noticias mías.

Otra pausa.

Por el momento, ¡adiós!

Y se alejó con pasos lentos.

Apenas terminé de comer y mientras encendía un cigarrillo, sonó el timbre. Era el carrero. Me alargó un pequeño sobre.

Lo abrí y leí:

"Cirilo Collico saluda atentamente a su amigo Juan Emar y le suplica ir, sin tardanza, a casa de su señor padre, tomar su sombrero de copa y ver lo que hay en su interior".

Obedecí.

Minutos más tarde le decía a papá:

¿Dónde está tu sombrero de copa?

Allí, sobre la cómoda.

¿Permites que mire dentro de él?

Mis hijos, en mi casa, pueden mirar cuanto quieran.

Avancé.

Miré.

Dentro del sombrero de copa de papá no había nada, absolutamente nada. ¿Qué broma o necedad era entonces la tarjeta de Cirilo Collico? Cuando de pronto sentí un vuelco en el corazón y noté que palidecía. Al fondo, grabado sobre el forro de seda, el sombrero inscribía su marca: arriba, su nombre; abajo, su dirección en Londres; al centro, el escudo de Gran Bretaña. Eso era lo que debía ver.

El escudo de Gran Bretaña tiene a un lado un león coronado; al otro..., un magnífico y altivo ejemplar de unicornio!

Anoche no dormí.

Hoy, a la hora del aperitivo, ha venido Cirilo Collico. Nos sentamos junto al fuego. Llamé al criado. Estuve a punto de pedirle whisky. Sin embargo, juzgué que era acaso preferible algo de otra tierra, sí, de otra tierra.

Viterbo, dos oportos.

Bebimos en silencio.

De pronto Cirilo Collico me dijo:

La Edad Media fue una época extraordinaria.

Por ciertorespondí.

Nuevo silencio. Ladró un perro en la calle. Llamé:

¡Dos oportos más!

Cirilo Collico bebió. Cirilo Collico me dijo:

Lea usted las desdichas de Dragoberto II, príncipe soberano de la Carpadonia, allá por los años de 1261.

Y me alargó un pequeño libro de tapas de cuero viejo abierto en la página 40. Leí:

"Y es el caso que Dragoberto II, ebrio de sangre, quiso seguir devastando cuantas comarcas hollaran las pezuñas de su potro indómito. Mas al cruzar las cumbres de los montes Truvarandos y entrar al verde valle de Parpidano, apareció de súbito, alta en la diestra la cruz del Redentor, el más anciano de los monjes de la Santa Hermandad del Unicornio, y..."

La voz se me atajó en la garganta. Tosí. Moví los pies.

¡Demonios!exclamó Cirilo Collico mirando su reloj— . Ya es hora de comer. Me marcho, me marcho.

Desde el umbral me dijo:

Mañana seguiremos la lectura. Mañana a primera hora.

Y se marchó.

Apenas sus pasos se perdieron, escapé de casa como un demente. Corrí, corrí.

Llegué al cementerio. Llegué frente a Camila. Oré por última vez en mi existencia. Esta vez un escorpión y una paloma llevaron el coro. Amén.

Alcé la lápida. Y dulcemente me recosté sobre mis entrañas en putrefacción.

Las putrefacciones tienen tendencia a subir hacia los cielos.

Suben las mías con ritmo de siglos. Suben inconteniblemente. Suben, llenándolos, por los intersticios intraatómicos.

Ya han pasado ataúd arriba. Ya han pasado la lápida. Ya tocan las plantas de los piececitos de Camila.

Y suben siempre.

Inundan a Camila.

Camila se cubre, de dentro hacia afuera, de las putrefacciones mías.

Camila cubre su cuerpecito idolatrado de una pátina de suave y límpida fetidez.

Los artistas de la ciudad entera la contemplan arrobados.

Uno ha dicho:

Es la pátina de París.

Otro ha dicho:

Es la pátina de Florencia.

Otro:

Es la patina de Bizancio.

Otro:

Es la pátina de Atenas.

Emar, Juan: Diez, Ed. Universitaria, Santiago, 1971.

Escrito en 1937




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