sábado, 6 de septiembre de 2008

Semblanzas Profundas: Baldomero Lillo.

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Hablar de Baldomero Lillo (Lota, región del BioBio año 1987 – San Bernardo año 1923) y sus relatos, implica detenernos ante un clásico de la literatura nacional y observar con respeto, a un baluarte del realismo social latinoamericano.

Joven enfermizo, Baldomero Lillo se educó sentimentalmente leyendo a autores de la talla de Tolstoi, Dickens, Dostoievski, Turgueniev y Balzac, podemos rastrear la influencia de los europeos en sus páginas, sin embargo su talento y profundidad, no termina en las voces de estos creadores.

Dueño de una certera capacidad para aprehender la gesta diaria de su medio y coterráneos, Lillo consigue cristalizar la crisis del hombre de Lota, penetrando en el corazón y conflicto de la explotación carbonífera y las contradicciones del proyecto capitalista e industrial, la vida rural no le es ajena y el espíritu de gran cantidad de tipos humanos se revelan al mundo y la posteridad, a través de su pluma.

Contrario a las tendencias y un estadio de imitación en que los escritores de su época, se dejaban impresionar con la lírica y prosa peninsular y francesa además de una gama limitada de temas que eran considerados propios de la literatura, Lillo optó por focalizar su arte en el mundo de los desposeidos y el hasta ese entonces ignorado devenir del hombre común, del trabajador alienado cuya existencia es prueba ineludible del desagarro.

Esto lleva a que muchos lectores y críticos consideren su universo creativo, demasiado agreste y sombrío, sin duda, al actualizar su trabajo, estamos ante un crudo trago de verdad, el cual no escatima en verbo y adjetivo a la hora de evidenciar el punto en que el hombre se vuelve el lobo de su hermano. Sin embargo, tales dotes de visionario imparcial, guiado más que por una convicción ideológica o maniqueísmo axiológico, llevan impresa su impronta humanitaria y la moral de un ser que no puede sustraerse al dolor y vivir en clara señal de evasión, con la simplonería de cerrar los ojos a la crisis de su tiempo.

Su lamento de denuncia, da significado a sus letras y lo convierten en un clásico perdurable. Ernesto Montenegro respalda ello en la siguiente afirmación “La obra de Lillo nos hace sentir la tragedia de esas vidas como algo que está muy cerca de nosotros y habla a nuestra conciencia” Prueba fehaciente es el total de cuentos que lo hacen el padre del relato breve nacional y que hallamos recopilados en series como Subterra de 1904, este texto contó con enorme éxito, tanto de parte de la crítica, como del gran público lector, llegando a agotarse la primera edición en tan sólo tres meses. El título nace a sugerencia del poeta Diego Dublé Urrutia, en función de la temática minera y el mundo recóndito que implica la faena. Tres años después, vendría Subsole que a juicio de Fernando Alegría retrata el campo y los pueblos provincianos de Chile con un sentido mágico de vida; mágico en su capacidad de sentir desorbitadamente, de ansiar, de sufrir, y de enfrentarse a la muerte fortaleciendo la esperanza de una justicia, de un amor, de una paz, que, en su perfección absoluta, alcanzan el significado de un absurdo sublime.

Acompañan a estos textos, Relatos populares que será publicado de forma póstuma y El hallazgo y otros cuentos del mar, además existen numerosas antologías que han difundido su obra por más de cien años, en tal caso, no podemos obviar su preponderancia en el plano de la educación. Libros de estudio lo sitúan en un apartado preferencial y reediciones que permiten reflexionar y disfrutar con su trabajo, lo potencian como piedra angular de la narrativa y los programas didácticos en nuestro país.

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En cuanto a su obra propiamente, podemos destacar lo versátil, pues aunque a priori resulta sencillo adosar su figura al relato de denuncia, Lillo no se agota en su carácter de fabulador. En Cañuela y Petaca por ejemplo, el autor se sumerge en la picardía infantil con un franco ánimo de aventura. Aquí, los púberes, proceden a espaldas del mundo adulto, este último, inmerso en el trabajo es un canon a ser desafiado, una mano enemiga, sin duda estamos ante el anverso infantil de la compuerta número doce, ya que la figura de estos dos niños, es de explicita malicia y subversión. Ellos se atreven a asaltar a riesgo de su propia vida, una pila de pólvora a punto de estallar y luego sustraen la escopeta familiar para jugar a ser cazadores expertos, el otro en cambio, dócil y estoico es arrebatado del seno materno e inocencia para descender al purgatorio que desfigura sin escrúpulos el cuerpo y alma de los trabajadores.


Los puntos de vista que adopta pueden en tal caso, ser explícitos, como en su faceta documental, allí ambienta y edifica basado en lo netamente referencial, el chiflón es el caso más sensible y directo, la historia emotiva de una madre y la constante incertidumbre que marca la eventual perdida de su único respaldo y sostén vital, su hijo El llamado Cabeza de Cobre, lo simbólico en cambio, se construye en el caso de historias como Los Inválidos, con el caballo Diamante, despedazado por los años de servicio para luego de manera indolente ser devorado por las aves carroñeras, una metáfora abierta de los viejos trabajadores y el destino infranqueable de sus últimos días. Algo similar ocurre en El Grisú, aquí las emanaciones de gas, el viento negro remite de manera alegórica al furor indómito del abusado capaz de sepultar con furia e impotencia explosiva, una montaña de tiranía como es Mr Davis, el arquetipo de ingeniero y capataz déspota que luego sería trasladado a la pantalla grande en una versión masificada.

En otra línea del tratamiento de la historia y la traicionera y maquiavélica voluntad de poder del ser humano, Lillo configura la confrontación de dos amigos, especie de Caín y Abel, Remigio y el rubio Valentín que a la luz del pozo dan rienda a una reyerta por el amor de la voluptuosa Rosa. Muestra fiel de la otra cara de la disgregación del alma humana. Aquí, el ansiado tesoro no es un mineral sino el cuerpo de la mujer, el goce carnal empero, el efecto es el mismo, la depredación mutua. Lillo, es sin cuestionamiento, un potente visionario, que nos hace sentir que vamos bordeando lo catastrófico tal como indica Montenegro.

Su talento, observación directa y dramática sensibilidad, es sólo comparable a su silencio y la sobriedad de su persona, la que arduamente fue descrita por sus pares en archivos históricos.
Los que compartieron con él o cerca de su fugaz presencia en las tertulias literarias, aplauden el carácter humilde del escritor, gran testigo y lector de la vida, hombre alejado de bulla que en su parquedad logró destacarse y publicar en La Revista Católica de Santiago, trabajó durante su estancia en la capital en El Mercurio y fue colaborador en la revista Zig-Zag.

Sin embargo su alicaída salud siempre fue una carga, en 1923, víctima de una tuberculosis, Lillo nos dejo y con su partida, queda una deuda pendiente con la narrativa, su ansiada novela salitrera, la cual pensaba abordar el sensible tema de la masacre de la Escuela Santa María de Iquique. Por ella, realizó numerosos viajes a la zona a fin de documentarse, allí se hizo de nuevo uno con la desolación, retrotrayéndose a las imágenes que presenció en su infancia al trabajar en las pulperías.

Al captar el destino común que hermanaba a la clase obrera, inició su obsesivo afán el cual se vería interrumpido por la debilidad de sus pulmones. Esa capacidad que siempre lo acompaño, su deseo desesperado de asimilar la realidad se manifiesta en un diálogo con Eduardo Barrios al cual declaró “No sé lo bastante de ese ambiente, no lo he asimilado como el de las minas del carbón" De este proyecto fallido quedan algunos esbozos, borradores de un primer capítulo que se llama "La huelga". Como cierre a esta breve semblanza de un grande, dejo un fragmento.

Autor: Daniel Rojas

Publicado en: Cinosargo

Son las 6 de la mañana. El sol por encima de los contrafuertes andinos esparce sobre la pampa una claridad deslumbradora. Bajo el cielo azul de una pureza y transparencia extraordinaria, la parda superficie del desierto osténtase desnuda como una inmensa pizarra en la que un lápiz gigantesco hubiese trazado, repitiéndolos al infinito, los blancos caracteres de una misma fórmula.

Son los rajos de las calicheras. Anchas grietas recortan y cruzan en todas direcciones la yerma extensión del páramo donde el bochorno del día y el frío glacial de la noche han sellado un pacto eterno de confabulación y hostilidad a la vida.

Bíblico campo sembrado de sal, en vano la pólvora y la dinamita han abierto en él, con sus rejas flamígeras, innumerables surcos, y hundido y desgarrado por mil partes su infecunda entraña. La ausencia absoluta de toda vegetación da a la tierra convulsionada el aspecto de un negro mar embravecido, súbitamente petrificado.
Un silencio solemne reina en la pampa, que sólo interrumpen de tarde en tarde, la sorda y lejana detonación de un tiro o los gritos desaforados y rabiosos de los carreteros. A pocos pasos de la polvorosa huella, por la que van y vienen las carretas transportadoras de los acopios, los particulares Luis Olave y Fermín Pavez, el barretero Simón Araya y su hijo Vicente se ocupan desde el amanecer en la apertura de una calichera.

Vestidos con el traje de rigor: blusas y pantalones de tela blanca, trabajan con ahínco a fin de aprovechar la favorable temperatura de la mañana. En tanto que los dos primeros aprietan las cargas de pólvora, Simón y Vicente finiquitan la destazadura del último barreno.

Con los pesados machos, las particulares o calicheros golpean rudamente los atacadores de madera de sauce, encima de los tacos de chuca y costra, a fin de asegurar la mayor eficacia del tiro.


(La Huelga -Baldomero Lillo - Fragmento)



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